A la noble igualdad la destronaron hace rato

A la noble igualdad la destronaron hace rato

Este año el Día Internacional de los Derechos Humanos -que se celebra hoy- asume un desafío: hablar de igualdad en un mundo cada vez más desigual. Podrá pensarse entonces que las Naciones Unidas están salpicando gotas en el desierto, desgastándose en un esfuerzo de retórica bienpensante. Si todos nacemos libres e iguales -como subraya aquella Declaración Universal colmada de nobles intenciones que la ONU propuso- ¿por qué la sociedad global se mueve en sentido contrario? Es uno de los acertijos que nos invitan a desentrañar a partir del lema “Todos humanos, todos iguales”. La inclusión y la no discriminación son determinantes para pelearle a la desigualdad, advierten las Naciones Unidas. ¿Quiénes están dispuestos a subirse a ese ring, justo cuando los vientos soplan en la dirección opuesta y el paradigma del siglo XXI impone lo individual sobre lo colectivo?

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“La pobreza en aumento, las desigualdades generalizadas y la discriminación estructural son violaciones de los derechos humanos y suponen uno de los mayores desafíos globales de nuestro tiempo. Necesitamos un nuevo contrato social que comparta el poder, los recursos y las oportunidades de un modo más justo, y que establezca las bases de una economía sostenible basada en los derechos humanos”. El documento de la ONU es perfecto en este enunciado; ni el poder, ni los recursos, ni las oportunidades se reparten con algún sentido de justicia, y mucho menos en países como el nuestro. Este quiebre social se registra en todos los órdenes de la vida ciudadana, empezando por las necesidades básicas que no se satisfacen. Decía Alain Touraine que la igualdad, para ser democrática, implica el derecho de cada uno a escoger y gobernar su propia existencia. ¿Con qué herramientas cuentan para seguir ese camino quienes nacen y viven en un permanente estado de exclusión y discriminación?

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Este nuevo contrato social del que hablan las Naciones Unidas obliga a redefinir el funcionamiento de la economía global. Por ejemplo, procurando un medioambiente seguro, limpio, saludable y sostenible. El llamativo concepto de “justicia climática”, propio de los tiempos que atravesamos, se ajusta a esta definición. Pero a la vez es un contrato en el que las partes se reparten la torta con mayor equidad, lo que no es otra cosa que una redistribución de la riqueza. Esto colisiona contra el discurso y las prácticas dominantes, un capitalismo global abocado a exprimir los recursos naturales con un entusiasmo comparable al del colonialismo decimonónico. La ONU alerta sobre este mundo de riqueza hiperconcentrada: “cuando ciertas personas o grupos son excluidos o se enfrentan a discriminación, la desigualdad impulsará el ciclo de los conflictos y las crisis”. El contrato social que pregona viene a ser una herramienta preventiva. Como bajar la intensidad de la llama antes de que la olla explote.

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Está de moda enarbolar la bandera de la libertad. Claro que es una libertad a medida del declarante, así que cada cual interpreta la libertad a su manera. Y parece que también vivimos una saludable primavera normativa: todo el mundo se ampara en la Constitución como reaseguro para hacer lo que le da la gana. Esto ya venía desde principios de siglo y creció de forma exponencial durante la pandemia. No es otra cosa que una corriente de pensamiento y de acción que sostiene la primacía de los derechos individuales sobre los colectivos. Por supuesto que la movida dista de ser exclusiva de Argentina, tratándose de un movimiento internacional aliado a la penetración de las redes sociales y sumamente influyente en la generación sub-30. Al quedar entrampado en la dialéctica izquierda-derecha (que es el extremo del péndulo en el que se ubica) el fenómeno pierde su pretensión contracultural. Si algo caracteriza a la contracultura es su prescindencia de dogmas y aquí lo que sobra es el dogmatismo. La cuestión es simple: a mayor individualismo menor solidaridad; a menor solidaridad, menor conciencia colectiva; y de allí directo a la desigualdad. La argumentación aborda un punto central en la agenda de la ONU y es la certeza de que sin libertad no hay igualdad. Pero que se entienda de qué libertad se trata. Juan Pablo II lo explicó bien: “la libertad no consiste en hacer lo que nos gusta, sino en tener el derecho a hacer lo que debemos”. Libertad sin responsabilidad es otro camino hacia la discriminación y la desigualdad.

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“Sucesivas crisis económicas y de salud han tenido repercusiones duraderas y multidimensionales para millones de jóvenes. A menos que sus derechos sean protegidos, incluyendo empleos decentes y protección social, la ‘generación covid’ corre el riesgo de ser víctima de los efectos perniciosos de la desigualdad y la pobreza crecientes”, advierten las Naciones Unidas. En materia educativa, 2020 se asemejó al invierno nuclear. En algunos países las actividades directamente se paralizaron, en otros -como el nuestro- se improvisaron las clases a distancia y, como en toda improvisación, los resultados fueron de los más irregulares. El mundo desarrollado padeció en idéntico grado el mazazo sanitario y la respuesta de los sistemas educativos fue sumamente dispar. ¿Quiénes fueron los más perjudicados, de acuerdo con informes proporcionados por la Unesco y por Human Rights Watch? Los niños y las niñas que viven en la pobreza; los niños, niñas y adolescentes con discapacidad; las minorías étnicas y raciales de cada país; las niñas de países con desigualdades de género; niños y niñas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero (LGBT); los niños y las niñas de zonas rurales o afectadas por conflictos armados; y niños y niñas desplazados, refugiados, migrantes y solicitantes de asilo. Esto no es otra cosa que un mapa detallado e inapelable de la desigualdad y de la discriminación.

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Hablar de “generación covid” es referirse a un colectivo de potenciales excluidos que, necesariamente, deberá seguirse de cerca. Todos víctimas de la pobreza, traducida por caso en la escasa o nula conectividad para asistir a clases virtuales. Pero es importante advertir que el problema es preexistente y que el coronavirus lo que hizo fue profundizarlo. A chicos y chicos que estaban agarrados con alfileres al sistema la pandemia les propinó el empujón de gracia. Recuperarlos es una de las misiones impostergables. Los jóvenes a los que hacen referencia las Naciones Unidas, esos que abogan por empleos decentes y protección social, no están para ilusiones meritocráticas. La meritocracia funciona cuando hay igualdad de oportunidades. La “generación covid”, como símbolo de tantos millones de jóvenes desorientados, requiere respuestas urgentes.

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Seamos sinceros, el Día Internacional de los Derechos Humanos suele pasar inadvertido y sus consignas, tan bien formuladas, pueden sonar lejanas o impracticables. Pero por debajo de las responsabilidades gubernamentales, que son básicas, flota el aporte de cada ciudadano. Y ahí no cabe hacerse el distraído. La ONU, con acierto, apeló a un pensamiento de Eleanor Roosevelt como un caballito de batalla que nos obliga a mirarnos con honestidad intelectual. Y dice: “¿dónde empiezan los derechos humanos universales? En pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa (...) Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano”.

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