07 Noviembre 2021

Escribo como si boxeara. Hay una rabia infinita dentro de mí, una violencia infinita dentro de mí, una nostalgia infinita dentro de mí, una furia infinita dentro de mí, un arrebato ciego dentro de mí. Porque siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara. O mejor: ¿por qué, siempre, siempre, siempre, escribo como si boxeara?

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Hace días que intento encontrar una escena, la escena primigenia, el momento en que todo comenzó. Y no la encuentro. Seguramente porque esa escena no existe. Recuerdo, apenas, una calcomanía a medias rota, pegada en los azulejos de la cocina del pequeño departamento alquilado de la calle Narbondo de la ciudad de Junín en el que vivía con mis padres. Yo no debía tener más de cuatro años, pero recuerdo esa calcomanía —una casita de tejados rojos que habría pegado allí algún inquilino anterior—, y recuerdo que, mirándola, encontraba cierto solaz, cierto refugio, como si el mundo pudiera condensarse y desaparecer dentro de las infinitas posibilidades de vida que yo imaginaba en esa casa —y que he olvidado por completo, aunque no olvidé la sensación de haber imaginado cosas—, y recuerdo también a mi padre sentado a mi lado en la cama, antes de dormir, leyéndome en voz alta las historietas de Larguirucho, del Pato Donald, de la Pequeña Lulú, y que fue así como descubrió que me había quedado sorda, porque me hacía preguntas sobre lo que acababa de leerme y yo seguía con la vista fija en las tiras, sin responder. La sordera no duró mucho, pero me pregunto ahora si era sordera o si ya era todo lo que fue después: abstracción, abducción, inmersión en esos mundos a los que yo agregaba fantasía y que, ingenuamente, creí construir cuando en verdad era víctima de ellos: cuando esos mundos me construían a mí.

Pero todo eso no importa. Es un comienzo falso, innecesario. Algo que escribí sólo porque no quería ir directo al tema. Porque el tema implica revolver armarios viejos, hundir los dedos en el polvo de fantasmas pasados, revisar tiempos remotos para entender algo imposible: qué cosas hubo que leer y escuchar y ver —y pasar— para que esto —este oficio de escribir— resultara en algo con voz y mirada propias. De modo que no vengo a preguntarme cómo fue que empezaron las cosas, sino quiénes fueron mis maestros y mis héroes: aquellos que, con su forma de ver el mundo, construyeron —y construyen— mi forma de verlo y de contar. Vengo a preguntarme qué materiales hay en lo que escribo, y por qué son esos y no otros, y de dónde provienen. Qué hay en ese tejido en el que se mezclan una infancia de apache en un pueblo de provincias, la melancolía de todos los domingos de la Tierra, la esquizofrénica biblioteca de la casa de mis padres, el combinado de mi abuela en el que escuchaba tanto a Beethoven como a las estrellas del Festival de San Remo, las revistas como El Tony y D’artagnan que consumía cual drogadicta, las noches de invierno cazando liebres en el campo con escopeta de dos caños a bordo de un Rastrojero azul y las tardes de verano amarillas y celestes en la pileta del Golf, haciendo la plancha boca arriba, encandilada por el sol, sintiéndome tan feliz que, en el fondo, era como estar triste.

* Fragmento.

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