El choque de dioses en el corazón de las tinieblas

El choque de dioses en el corazón de las tinieblas

Hace 47 años se disputó el combate más famoso de todos los tiempos, pero aquel duelo entre Muhammad Ali y George Foreman excedió largamente el boxeo. Se trató de uno de los acontecimientos socio-culturales más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX y abrió la puerta para asomarse a la fascinante historia del Congo.

El choque de dioses en el corazón de las tinieblas

“La maldición del Congo es su riqueza” susurran a lo largo de África. Ese mantra mezquino que justifica las peores calamidades -una comarca maldita por culpa de su opulencia- persigue a los congoleños cual pecado de origen y conforta los envidiosos espíritus de sus vecinos. Como si el Congo debiera pagar con sangre el precio de sus bondades naturales y aceptar con resignación los genocidios que soportó. Tierra incógnita para el resto de la humanidad, convertida hace 47 años -para sorpresa e incredulidad generalizada- en la fugaz capital del mundo. El 30 de octubre de 1974, Muhammad Ali y George Foreman detuvieron el tiempo sobre un ring y protagonizaron “El combate”. Así lo bautizó Norman Mailer. “El combate”, uno de los episodios socio-culturales más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX, corrió el velo y mostró al Congo real y profundo. Ese suelo maldito.

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Pero en ese momento el Congo no era el Congo. Entre 1971 y 1997 el país se llamó Zaire, uno de los infinitos caprichos del dictador Mobutu Sese Seko, amo y señor de la vida de los congoleños durante una eternidad de 32 años. Las atrocidades del régimen de Mobutu, prolijamente disimuladas por Occidente a cambio de su militancia anticomunista, eran el pan de cada día cuando Ali y Foreman aterrizaron en Kinshasa. Durante aquellas semanas previas al combate, la sangre se limpió, las cárceles se emprolijaron y por las ventanas del pueblo congoleño ingresaron unos pocos rayitos de paz. Los reflectores del mundo apuntaban allí y Mobutu pretendía vender la idea de una nación próspera y feliz. No fue la primera ni sería la última vez que un dictador intentaba manipular la opinión pública por medio del deporte.

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¿Qué hacían Ali y Foreman en África? ¿Por qué disputar allí el título mundial de los pesados? Fue Don King el que convenció a Mobutu de que valía la pena invertir los 10 millones de dólares que costaba la pelea. Una bicoca a cambio de semejante propaganda, mucho más que las fotos junto al campeón y a su retador. Significaba -nada menos- que el mundo hablando de Zaire y, en consecuencia, de Mobutu. Porque eran tiempos en los que la masividad del boxeo y el encadilamiento generado por sus estrellas podía equipararse a lo que hoy mueve el Mundial de fútbol. Además estaba la presencia de Ali, pero ya llegaremos allí. King ganó gracias a esta jugada un lugar predominante, que ya no perdería, en el ecosistema de los promotores. Y Mobutu se salió con la suya.

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Fue de los portugueses un invento genial que cambió la historia de la navegación: la carabela. El barco perfecto para afrontar las más extensas travesías. Y fue un portugués, Diogo Cão, el primer europeo que se encontró con la desembocadura del río Congo, mientras exploraba las costas del África subsahariana. A partir de ese “descubrimiento” comienza a hacerse carne la maldición. Al primer genocidio lo perpetran los esclavistas, quienes arrancan más de 12 millones de personas del continente para trasladarlas a las colonias. Cuántos de esos millones vivían en el actual Congo es motivo de debate entre los especialistas. ¿Tres millones? ¿Cuatro millones? Pero después del robo de los recursos humanos llegaría otro saqueo.

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Nadie puede vencer a George Foreman. No parece humano. El campeón invicto de los pesados es el hombre más poderoso del mundo. Más que un rey, un dios granítico al que los africanos contemplan en el apogeo de su majestad. Foreman es un aniquilador, jamás derribado, ni siquiera puesto en apuros a lo largo de 40 peleas. ¿Qué puede hacer Ali contra ese portento forjado en el Olimpo? ¿Qué chances le caben a ese retador erótico cuando al frente hay un campeón tanático que asusta con la mirada? El Ali de 1974 ya no es el prodigio que asombró tiempo atrás. Ya no es Cassius Clay, ya se deshizo de su medalla olímpica, de su nombre y de la guerra de Vietnam. Ya sacrificó sus mejores años deportivos en aras de sus convicciones religiosas y políticas. ¿Qué posibilidad le cabe a Ali frente a un coloso como Foreman? ¿Acaso alguien cree que Ali puede ganar la pelea?

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Quien ingresa en la historia durante la segunda mitad del siglo XIX es el rey Leopoldo II. Mientras Europa está convirtiendo al mundo en un tablero colonial, Bélgica se queda con las manos vacías. Pero Leopoldo es tan codicioso como perspicaz, así que analiza el planisferio y detecta un territorio vastísimo del que nadie ha echado mano hasta el momento. El Congo. Pero Leopoldo excluye a Bélgica de la negociación y se queda con la torta completa. Avalado por una sociedad de expertos que él mismo se ha ocupado de armar, Leopoldo crea el Estado Libre del Congo. La excusa es llevar la civilización y el progreso a la región y así consigue que la comunidad internacional acepte el trato durante la Conferencia de Berlín. El Congo se transforma entonces en una propiedad privada de Leopoldo II. Entre 1885 y 1908 las riquezas del Congo van al bolsillo del rey, quien acapara el comercio del caucho y del marfil, mientras le saca el jugo a la riqueza minera de su feudo. Los congoleños quedan reducidos -nuevamente- a la esclavitud. Es el segundo genocidio: entre cinco y ocho millones de personas mueren víctimas de los latigazos y de las balas de los capataces, de la miseria a la que viven condenados, del trabajo brutal que deben realizar. “Es una injusticia que Leopoldo no figure con Hitler y Stalin como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX”, escribió Mario Vargas Llosa en el prólogo de “El fantasma del rey Leopoldo”, excepcional libro de Adam Hochschild.

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Don King, prestidigitador de las relaciones públicas, le puso título a la pelea: “Rumble in the Jungle”. Es el retumbar de tambores en la selva, justamente la idea que Occidente tiene de África. Para que los estadounidenses vean el combate en directo, cómodos en el prime-time nocturno de la TV, Ali y Foreman subirán al cuadrilátero a las cuatro de la mañana. El ambiente, por si necesitaba más fuego, hierve en los días previos con los shows de James Brown, BB King y Celia Cruz. El Estadio Fortaleza, sede de la velada, es uno de los centros de tortura favoritos de los escuadrones de la muerte fieles a Mobutu. Pero mejor no hablar de eso. Allí está Mailer, tomando apuntes que derivarán en ese estudio socio-político con forma de crónica que es “El combate”. Allí está Hunter S. Thompson, cubriendo la historia para Rolling Stone. Los gurúes del nuevo periodismo exploran las calles de Kinshasa y las cámaras van capturando el zeitgeist. Con el tiempo, “Cuando éramos reyes”. de Leon Gast, ganará un Oscar a Mejor Documental. A Foreman, recluido como un monje, apenas se lo ve. Dicen que desconfía de todo y que los únicos alimentos que acepta son los que le envían de Estados Unidos. Mientras, Ali es más Ali que nunca y en pocos días ya tiene a los congoleños en el bolsillo. Juntos han tejido un pacto que va más allá de la clásica relación ídolo-pueblo. Ali es para el Congo un nuevo libertador. Casi un mesías.

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Cuando su crueldad quedó en evidencia, y presionado por la misma comunidad internacional que le había palmeado la espalda, a Leopoldo no le quedó otro camino que transferirle su feudo al Estado belga. Murió un año después, en 1909, impune y homenajeado. Este nuevo estatus sumó a Bélgica a la mesa de las potencias coloniales. Para el Congo fue nada más que un cambio de amo, porque el expolio y la opresión continuaron durante medio siglo. Años en los que creció Patrice Lumumba.

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Para los congoleños, Ali es Lumumba revivido. El líder de la independencia, primigenio primer ministro de un Congo libre. mártir fusilado por una conspiración internacional, está de vuelta. Cuando Ali habla de orgullo nacional, de solidaridad y de unión, los congoleños están escuchando a Lumumba. Por eso aman a Ali y por eso ven en el frío y calculador Foreman la máscara de un dictador. En el estadio atronará un alarido: “¡Ali, bomayé!” “¡Alí, mátalo!” Los congoleños esperan vengar a su héroe y Ali es el catalizador perfecto de ese sueño. La efímera gestión de Lumumba sucumbe apenas insinúa un acercamiento a la Unión Soviética en plena Guerra Fría. La CIA y los belgas -desplazados del Gobierno pero no de los negocios- son los ideólogos del magnicido y los enemigos interiores de Lumumba lo ejecutan en enero de 1961. Entre ellos, operando en las sombras, asoma Joseph-Désiré Mobutu. Cuando en 1965 se alce con el poder, cambiará su nombre a Mobutu Sese Seko y levantará estatuas de Lumumba por todo el Congo. Porque además de ser un asesino y un ladrón, Mobutu era un hipócrita.

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Pero... ¿qué está haciendo Ali? Su estrategia parece demencial: le regala la iniciativa a Foreman.  Se recuesta una y otra vez sobre las cuerdas, cerrando la guardia, como un cordero sacrificial en el altar del campeón. Así transcurren los rounds, con Ali refugiado y Foreman embistiendo. Nadie puede soportar 15 asaltos con ese ritmo... empezando por Foreman. Sí, el monarca absoluto de los pesados, el dios inalcanzable por cross, ganchos y uppercuts humanos, está agotado. Entonces Ali huele sangre. flota como una mariposa, pica con el aguijón y en el octavo capítulo construye la mayor de sus hazañas. Ali ataca y Foreman cae. Sobre el tapiz luce sorprendido más que conmocionado. Así se gana un título mundial. Ali, legendario para siempre, ha dejado al mundo estupefacto.

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La resaca del festejo se disipa en Kinshasa -capital que portaba el amargo nombre de Leopoldville en tiempos coloniales- cuando Ali se marcha del Congo. A ese retazo de felicidad lo consume pronto el puño de hierro de Mobutu. Es el corazón de las tinieblas que vuelve a envolverlo todo, ese devenir penoso de un pueblo que se siente atado a la maldición de la riqueza y todo lo explica desde esa premisa. Imposible no pensar entonces en las minas de Shinkolobwe. De allí salió el uranio con el que Estados Unidos construyó las bombas atómicas destinadas a Hiroshima y Nagasaki. Ese país fascinante e indescifrable que Joseph Conrad describió en un viaje por el río Congo y resumió en las palabras del alienado Kurtz: “el horror, el horror”. Sólo en una geografía como la congoleña pudo ser posible “el combate”.

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