Pobres que ahora son ricos y ricos que ahora son pobres

Pobres que ahora son ricos y ricos que ahora son pobres

Pobres que ahora son ricos y ricos que ahora son pobres

Existe una creencia heredada o, si se prefiere, un viejo prejuicio, acerca de que Argentina es un país rico, inmensamente rico.

Desde que esta parte del mundo es un país, aproximadamente desde hace unas ocho generaciones, todos crecimos con ese concepto inculcado en el hogar, en la escuela, en la calle.

Ya sea interpretada o analizada por la positiva: “Argentina potencia”, “el granero del mundo”, “tenemos todos los climas”, “producimos alimentos para 300 millones de habitantes”, o “nuestros recursos naturales son infinitos”. O interpretada, analizada o mirada por la negativa: no es posible que haya gente que muera de hambre en un país tan rico, o que tengamos tanta pobreza en medio de tanta riqueza.

Según el último informe del Banco Mundial (2018), entre 1995 y 2015 el mundo se hizo un 66% más rico, a la vez que conservó los mismos índices de desigualdad. Otra confirmación de que nunca se cumple la teoría del derrame. Más riqueza no significa mejor distribución de los ingresos.

¿Qué ocurrió en esos cortos 20 años para que aumentara tanto la riqueza, como nunca antes?

Lo que ocurrió fue la revolución del conocimiento, la explosión informática, la masificación de la información. En definitiva, se produjo en este planeta más globalizado que nunca un tremendo cambio cultural y educativo. Y suponemos, sin temor a equivocarnos, que entre 2015 y 2021 esta riqueza continuó creciendo de forma exponencial.

Nuevos parámetros

No sólo ha cambiado radicalmente la manera de comunicarnos, de informarnos, de relacionarnos, de aprender, de producir, de comerciar, sino que todo ello ha modificado profundamente los parámetros con que se mide el capital de una nación, de una sociedad.

Hasta hace poco la riqueza de un país se medía por su extensión territorial, sus recursos naturales, su producción industrial y agroganadera, y por el capital acumulado de sus habitantes.

En la actualidad, según el Banco Mundial, el 50% de la riqueza de un país es la educación. Otro 40% es la riqueza de los habitantes, y apenas el 10% corresponde a los recursos naturales, y de ellos apenas el 3% es la agricultura.

Es decir, aquello de “Argentina potencia” o “el granero del mundo”, tan gravitante y estratégico en las dos guerras mundiales del Siglo XX, hoy representa sólo el 10% de nuestra riqueza.

Después vienen los ahorros, el salario o los ingresos, campos y propiedades y los bienes materiales que poseen los argentinos, la mitad de los cuales es pobre, y a un 11%, casi cinco millones de personas, no les alcanza siquiera para alimentarse.

La otra mitad de la fortuna nacional está constituida por la educación. No se trata sólo de la escolarización, donde también Argentina presenta índices alarmantes de estudios inconclusos y de deserción escolar, sino también de qué herramientas estamos aprendiendo a usar en las escuelas, de cómo convivimos en sociedad, cuán empáticos y generosos somos, de cómo nos movilizamos, cómo nos entretenemos, cuál es nuestro consumo cultural, cuánto contaminamos, cómo procesamos nuestros residuos, etcétera.

Un dato interesante que se desprende del mismo informe: las mujeres representan el 38 % del capital humano mundial, debido a que perciben menos ingresos a lo largo de sus vidas. Se estima que de lograr la igualdad de género el capital humano podría incrementarse un 18%. Es decir, la paridad de género también acarrearía un progreso socioeconómico.

Dicho esto, no es necesaria más información para entender que Argentina ya no es el país rico que nos enseñaron.

Pobreza tucumana

Hace un mes volvíamos del Dique Escaba por ruta 38. Parte del trayecto viajamos detrás de una camioneta Volkswagen Amarok blanca. Grande fue nuestra indignación cuando vimos cómo volaba por una ventanilla una lata de cerveza vacía. Más adelante fue otra y luego otra más. Pensamos en detenernos, recoger las latas y alcanzarlos para devolvérselas. Pero era demasiado riesgoso.

Ya en la autopista Tucumán-Famaillá, coherente con el desapego a las normas y a la buena convivencia, la Amarok giró en U y cruzó al carril contrario por un lugar prohibido.

Que esa camioneta cueste unos ocho millones de pesos no hace más grave la transgresión, pero confirma lo que ya sabemos, que la falta de educación no tiene clase social ni poder adquisitivo.

Puede sonar polémico, pero nos indignó más que arrojen las latas a la ruta que el hecho de que estuvieran bebiendo. Y tampoco nos consta de que lo estuviera haciendo el conductor.

La ciudad, nuestro espejo

Nuestras carencias cívicas se manifiestan en todos los órdenes de la vida. La falta de educación vuela por los aires con las cenizas de la caña quemada, en la contaminación que respiramos, en la vinaza podrida, en los accesos a la capital más sucios del país, en la mugre de las plazas y parques, en el vandalismo urbano que destruye bancos, cestos de basura, carteles, luces, semáforos, plantas y árboles.

Este déficit cultural se expresa, por ejemplo, en nuestro tránsito, caótico, egoísta y peligroso. Cada vez que un peatón cruza una calle, en el raro caso de que lo hiciera por dónde corresponde, pone en riesgo su vida, porque en Tucumán el 99% de los conductores no respeta las prioridades del caminante. Detenerse en un giro para que cruce una persona es causal de insultos y bocinazos.

Una vez leímos un cartel que decía: “Una ciudad limpia no es la que más se barre, sino la que menos se ensucia”.

Como esas latas arrojadas desde una lujosa camioneta. Es la síntesis perfecta de lo que somos, al menos la mayoría que se impone.

Hay cestos de basura en el centro que duran una semana. La fuente de la Plaza Independencia tuvo que ser reparada 48 horas después de haber sido inaugurada por la cantidad de desechos que tiró la gente.

Después de cada domingo, el Parque 9 de Julio es una postal de nuestra decadencia, con toneladas de basura desparramada. Hasta pañales usados se encuentran en el césped.

Toda la subida a San Javier es un gran basural. Sólo basta con detenerse en cualquier parte y mirar hacia el precipicio. Lo mismo la zona del dique El Cadillal, los canales de desagües y los ríos. En el río Salí hay partes donde no se ve el agua por la cantidad de envases de plástico y bolsas de basura.

Comparaciones odiosas

Hemos escuchado mucho cómo se elogia a la ciudad de Mendoza por su limpieza. “Las veredas parecen lustradas”, suele decirse.

No nos consta que el municipio mendocino sea más eficiente que el de la capital tucumana. De lo que sí podemos dar fe es que los mendocinos son bastante más limpios.

Hemos visitado el Parque San Martín, el más importante de la ciudad, un domingo a la tarde, cuando estaba repleto de gente. No hemos podido encontrar un envase de plástico. Lo mismo con el centro mendocino, donde es difícil ver papeles en el piso.

Los accesos a esa ciudad ya son un anticipo de la limpieza que encontraremos al ingresar.

En parámetros antiguos, Mendoza no es más rica que Tucumán. Tienen casi el mismo Producto Geográfico Bruto (PGB), el equivalente al PIB pero aplicado a las provincias.

En cambio, según los nuevos parámetros del Banco Mundial, que le asigna a la educación ciudadana el 50% de la riqueza de un Estado, los mendocinos son varias veces más ricos que los tucumanos.

Además de económica, nuestra pobreza es moral. Despotricamos contra la corrupción mientras arrojamos latas a la ruta. Acusamos a los inspectores de tránsito de coimeros, pero el 85% de los tucumanos, según un sondeo de LA GACETA, reconoce haber ofrecido un soborno por una infracción callejera.

Porque como se sabe, para que se concrete una coima debe haber dos partes de acuerdo. Ergo, si los agentes tucumanos son coimeros, es porque la mayoría de los conductores también lo son.

Lo positivo de este mundo nuevo es que si la base de la riqueza está en la educación, la esperanza está en los niños y en los jóvenes Ellos no verán los grandes cambios que vimos los adultos y los mayores. Ellos nacieron dentro del cambio, de una humanidad absolutamente diferente. Debemos enseñarles a expandir la ilusión.

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