Las banderas agujereadas de la justicia social

Las banderas agujereadas de la justicia social

De mantenerse la tendencia actual, no falta mucho para que la mitad de la población tucumana sea pobre. El dato del primer semestre de 2021 indica que el 46,2 de los ciudadanos vive bajo la línea de flotación, ensayando manotazos para no ahogarse en una economía cuya tasa de informalidad alcanza el 45,2. Estas equivalencias no son casuales; que el empleo sea mayormente precarizado y en negro es un indicador negativo que lleva a otro indicador negativo. Y así hasta morderse la cola. Por esas cosas de la vida, esas sincronicidades que harían las delicias de Carl Jung, el domingo -17 de octubre-, la jornada por excelencia de la liturgia peronista, es a la vez el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Y que quede claro que no fue una jugada maquiavélica de la ONU la elección de la fecha; es puramente argentino el juego de referencias. También inevitable.

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Lo que sobran en estas circunstancias son enunciados de lo más bonitos, condenados a la letra muerta de las políticas que no se aplican, o se aplican mal, o resultan erráticas e insuficientes. La realidad es la que pone las cosas en su lugar. Según un estudio del Banco Mundial, la pandemia habá empujado debajo de la línea de pobreza a entre 143 y 163 millones de personas cuando concluya 2021. Con estas cifras, el número de pobres -a escala global- trepará a 1.300 millones de habitantes. Explica la ONU en el último informe que la principal causa de esta tragedia humanitaria es la brutal caída del empleo en numerosos países, principalmente del Tercer Mundo. En algunas de esas naciones repartidas entre el sudeste asiático y el África subsahariana, la ONU habla de un “cierre total” de las actividades productivas. “La covid-19 -sostienen las Naciones Unidas- ha sido el mayor enemigo en el camino hacia la reducción de la pobreza que el mundo debió afrontar durante las últimas tres décadas”. De ese desmoronamiento la Argentina viene siendo activa protagonista.

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Para medir la situación de una familia se toman dos indicadores: el acceso a una Canasta Básica de Alimentos (CBA) y a una Canasta Básica Total (CBT, que equivale al consumo de alimentos más lo que se paga por otros bienes esenciales y por los servicios). Quienes no alcanzan a cubrir la CBT son pobres; aquellos que ni siquiera llegan a la CBA son indigentes. El último registro, de julio de este año, fija el valor mensual de una CBA en $27.150 -hablamos de un grupo familiar de cuatro miembros, con dos adultos y dos menores de 8 años-. En el caso de la CBT, asciende a $59.459. Pasando en limpio, de acuerdo con los datos oficiales, el 46,2 de los tucumanos sobrevive integrando familias que no juntan $60.000 por mes. Esa foto estadística siempre llama a engaño porque el cálculo de las canastas suele hacerse a la baja, por lo general al trote mientras la inflación galopa, y tomando precios que en el mundo real de almacenes y supermercados suelen superar a los impresos en planillas de Excel. Todo esto habilita a pensar que a ese 46,2 puede faltarle algunos puntos, conjeturas que no son maliciosas; más bien apuntan a reforzar las alertas.

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Si a las agendas las manejaran los pobres este tema sería excluyente en el menú de todos los días. Pero la pobreza no sólo se mide en las calorías que consume o deja de consumir un argentino. Además de las deficiencias nutricionales, aportan a la pésima calidad de vida el acceso limitado (o nulo) a la salud; la inseguridad personal, habitacional y laboral; la imposibilidad de conseguir un servicio adecuado de Justicia; y la falta de peso en la toma de decisiones colectivas. Esto se traduce en millones de compatriotas excluidos de cualquier clase de participación política real. Y una de las aristas de la participación pasa, justamente, por la capacidad para instalar temas en el debate público. Es muy poco lo que se habla de pobreza en la Argentina, a excepción del rasgado de vestiduras y las diatribas que acompañan cada anuncio estadístico del Indec o del Observatorio de la Deuda Social de la UCA. O, en su defecto, en el catálogo de romantizadores de la pobreza, cierta progresía que debería tatuarse la frase de Henry Ward Beecher: “la pobreza es buena en términos de poemas, de máximas y de sermones, pero muy mala para la vida práctica”.

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Más que de celebración, al peronismo no le vendría mal que este 17 de octubre se convierta en una jornada de reflexión. Una de las banderas del movimiento, la justicia social, luce agujereada por todas partes. Buena parte de la responsabilidad -tal como lo puntualiza la ONU- es de la pandemia, pero de la mala praxis política no tiene la culpa el coronavirus. “Estábamos convencidos de que con la vacuna ganábamos caminando la elección”, se sinceró Jorge Ferraresi, ministro de Desarrollo Territorial y Hábitat de Alberto Fernández. Es, cuanto menos, una muestra de la desconexión que el Gobierno evidencia con los padecimientos de los argentinos. La maraña asistencialista de ayudas, planes sociales y paliativos que se distribuyen terminó siendo una red que asfixia a la araña que la tejió. Se entiende entonces el cambio de discurso de los últimos días: reapareció el concepto de trabajo genuino, un histórico estandarte del peronismo que el propio peronismo había enterrado en el placard. Nada parece suficiente con miras a recuperar terreno en la elección de noviembre, elección que no les cambiará la vida al 46,2% de los pobres, sino las políticas que se implementen para que 2022 luzca un poquito mejor. Por eso lo de la reflexión. Un volver a las fuentes, pero no para refrescarse los pies, sino para encontrar enseñanzas e inspiración.

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“Actuar juntos para lograr justicia social y medioambiental para todas las personas”. Ese es el lema y a la vez la propuesta de trabajo que la ONU lanzó para abordar el 17 de octubre. Parecería, volviendo a las sincronicidades, un mensaje directo al Gobierno argentino. Una forma de instarlo a pagar deudas (sociales) y cumplir promesas (electorales) que hasta aquí no han sido honradas.

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