Cuando todo huele mal en Tucumán

Cuando todo huele mal en Tucumán

“Algo huele mal en Dinamarca”, sentencia Marcelo, perspicaz guardia de palacio. Olía pésimo en realidad, una conspiración familiar de la que va desayunándose el príncipe Hamlet, ayudado en buena medida por las advertencias de su fantasmal padre. Y así, por obsequio de su genio, Shakespeare unió para siempre a los malos olores con la corrupción, la calamidad, las desgracias y todo aquello que angustia almas y corazones. La metáfora por excelencia, empleada trillones de veces y contando. Pero a diferencia de la Dinamarca de Hamlet, la fetidez que suele acompañarnos no es sólo una figura literaria. Porque mucho huele mal en Tucumán, claro, desde las instituciones hasta el último rincón de la vida en sociedad. Pero al mismo tiempo, como si de una plaga bíblica se tratara -o de una magnífica tragedia shakesperiana- el mal olor se percibe, trepa por las fosas nasales y hasta se cuela en el paladar. Tucumán lo hizo.

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“El olor está muy ligado a la identidad cultural de los pueblos, a las raíces y a lo que hemos sido y somos”, explica Federico Kukso, autor de “Odorama. Historia cultural del olor”. El libro propone un extraordinario periplo, desde la prehistoria hasta nuestros días, siguiendo el hilo conductor de los aromas y de su contexto. ¿Cómo olían los dinosaurios? ¿Y las ciudades, desde la antigüedad, pasando por el Medioevo, hasta llegar a la Revolución Industrial y la más pura modernidad? Y, por sobre todo, ¿cómo olía la gente? ¿Cuáles eran sus hábitos? En cierto modo, “Odorama” nos interpela: “dime cómo hueles y te diré quién eres”. Kukso se perdió la oportunidad de escribir un capítulo sobre Tucumán, la invitación está hecha para una próxima edición.

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Kukso, que es periodista científico y un notable divulgador, toma el concepto de tolerancia olfativa. Algunos siglos atrás, ciudades como Londres y París hedían: la basura se tiraba en la calle, ni hablar de la existencia de cloacas, y en numerosos barrios los muertos se apilaban. La tolerancia olfativa de aquellas sociedades se correspondía con el estado de cosas. El siglo XX cambió el paradigma y hoy somos infinitamente más sensibles a los olores. Por eso cuando sopla el viento desde el este y la hediondez nos envuelve no hay tolerancia que aguante. “A los olores se los silencia, se los ignora. Y en ciertos casos, se los desprecia y hunde en el abismo de la vergüenza”, resalta Kukso. El riesgo, como en todas situaciones, pasa por el acostumbramiento. A que llegue el día en que perdamos ese activo sensorial tan valioso que nos habilita a diferenciar lo que huele bien de lo que huele horrible y caigamos derrotados por la pestilencia que supimos conseguir. Como si retrocediéramos a aquellos tiempos en los que correntadas de excrementos se deslizaban por las calles y a nadie le llamaba la atención.

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La pregunta es concreta y para nada compleja de responder: si esta situación lleva años, si se sabe que la genera la vinaza arrojada a los campos, si está claramente detectado dónde y cómo se origina el mal olor que inunda San Miguel de Tucumán y alrededores, ¿cuál es el motivo de la inacción de las autoridades? ¿Para qué sirve una Dirección de Medio Ambiente que mira para otro lado (mientras se tapa la nariz)? Es el propio Gobierno provincial el que explica cuál es, en teoría, la razón de ser de la repartición: “investigar, detectar, controlar y tomar los recaudos inmediatos para evitar toda obra, actividad o concreción de proyectos degradantes o susceptibles de degradar el ambiente”.

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Pensándolo bien, ¿no será que la Dirección de Medio Ambiente considera que la pestilencia que soportamos los tucumanos no tiene nada de degradante? ¿O que es alguna clase de costo social que debemos pagar a cambio de contar con una industria en funcionamiento? ¿Y si la Dirección de Medio Ambiente está convencida de que en realidad los tucumanos son unos exagerados, incapaces de bancarse un poquito de mal olor a la espera de que cambie la dirección del viento? Son inquietudes que surgen en tren de otorgarles el beneficio de la duda a quienes ocupan las oficinas de Brígido Terán al 600, zona de la capital donde el hedor de la vinaza es un tsunami que barre con todo. Cualquier otro razonamiento lleva a una conclusión: algo huele mal en la Dirección de Medio Ambiente. Lo que se inscribe en la lógica de lo mal que huele la gestión provincial en su conjunto.

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Los smellmaps son cartografías del olor urbano. Hay gente que recorre el mundo percibiendo a qué huelen las ciudades e invitan a “viajar con la nariz”. En un mundo que tiene a desodorizarse, las fragancias locales constituyen un gancho perfecto. Así como hay turismo de avistaje de aves, turismo sexual y turismo religioso, hay un turismo de smellmaps para descubrir. ¿Ejemplos? Se recomienda el olor a incienso y a comida en la calle Zeedijk de Amsterdam; el olor a cuero en el mercado de Marrakech; la combinación de cerveza, cerezos en flor y césped recién cortado de Edimburgo... “Visitar una ciudad utilizando múltiples sentidos es mucho más enriquecedor: permite cuestionarnos lo que los ojos nos cuentan de ese sitio”, advierte Kate McLean, una celebridad en esto de los smellmaps. Imaginemos la reacción de un visitante que llega a Tucumán atraído por el rótulo de “Jardín de la República” que le vende alguna guía internacional. Imaginemos ese “viaje con la nariz” al interior de una nube pesadillesca. En un smellmap contemporáneo, el destino de Tucumán incluiría una referencia del estilo “sólo para estómagos de hierro”. Más o menos como hacer turismo aventura en Afganistán o en Corea del Norte.

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No es cosa de ponernos apocalípticos, pero a las pruebas hay que remitirse. Los jinetes que cabalgan hacia el fin del mundo son cuatro y uno de ellos -la peste- está haciendo horas extra. Entendamos como fin del mundo todo lo atinente a la humanidad; el planeta seguirá aquí durante millones de años y restablecerá todos sus ecosistemas una vez que nos hayamos marchado para siempre. Pues bien, la degradación medioambiental -esa que debe controlar y penalizar la Dirección ampliamente mencionada- está destrozando Tucumán. El jinete va y viene por el ancho mundo haciendo de las suyas, pero da la sensación de que instaló su base de operaciones por estos lares. El aire, la tierra, la flora y la fauna están sometidos a un proceso de envilecimiento que tiene responsables y ejecutores. Nada de lo que huele mal es producto de la casualidad; los olores no nacen por generación espontánea. No nos pongamos apocalípticos, mucho menos místicos, pero a todo lo que hiede en Tucumán no hay con qué taparlo.

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Ahí estaba Hamlet, acechado por las elucubraciones de su tío Claudio, el asesino ambicioso que había convertido al rey en un fantasma para casarse con la reina Gertrudis. Y Marcelo sintetizando el escándalo con aquella filosófica y contundente definición de “algo huele mal en Dinamarca”. Que algo huele mal en Tucumán lo sabemos desde hace tanto tiempo que ya estamos acostumbrados. Cuidado, porque de la resignación no se vuelve.

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