El día en que vivimos el fin del mundo

El día en que vivimos el fin del mundo

La buena memoria no es precisamente una de mis virtudes. Gracias a Google puedo disimularlo un poco. Hace 30 años me hubieran recomendado que hiciera crucigramas y acertijos lógicos para entrenar la mente. Juegos que de todos modos realizo a diario desde que era adolescente, por pura pasión, no porque me los hubieran recetado.

No obstante, hasta para los desmemoriados hay hechos que no se olvidan nunca, que quedan grabados en detalle, tatuados en el cerebro. Como esos olores de la infancia que nos hacen viajar en el tiempo hasta recuerdos milimétricos.

En general, los sucesos que no se borran de nuestra memoria están vinculados a momentos de enorme alegría, de éxtasis, o bien de profundas tristezas, de grandes pérdidas o tragedias.

Eso es lo que me ocurre con el martes 11 de septiembre de 2001, el día que cambió el mundo. O no.

Ese día me levanté a las 8 de la mañana, tomé unos mates y me fui al diario. Llegué alrededor de las 9, me senté en mi escritorio y encendí la computadora para empezar a escribir una nota.

El país estaba en llamas y varios pronosticaban que se avecinaba un estallido social, un golpe de Estado civil o alguna otra desgracia. Algo que tres meses después finalmente ocurriría.

Poco antes de las 10 escuché al periodista Juan Carlos Di Lullo expresar, sin gritar pero con voz fuerte, “¡Noooooo!”, mientras miraba de pie uno de los televisores de la Redacción.

Estábamos los dos solos en ese momento. Me levanté de la silla y fui a ver qué había pasado.

“Parece que un helicóptero o una avioneta se estrelló con una de las Torres Gemelas; las imágenes son impresionantes”, me contó Di Lullo.

“Es que Nueva York es una de las ciudades con más helicópteros del mundo”, acoté yo, mientras veíamos cómo salía humo negro de una de las torres.

El pánico mundial

Cinco minutos después salí del diario con dirección a Gasnor, por calle Mendoza, para hacer unos trámites.

Cinco cuadras más adelante vi a un grupo de personas pegadas al vidrio de un bar. Recuerdo que una mujer tapaba su boca abierta con las manos, como reprimiendo un grito.

Cuando me acerqué, uno de ellos dijo algo que me quedó marcado a fuego y que me disparó una taquicardia: “No, no, este es en la otra torre. ¿No ves que sale humo de las dos?”.

Cuando me pegué al vidrio y vi esa imagen tuve una sensación muy extraña, como si de golpe te sacaran el piso y quedaras parado en el aire, en el vacío.

Tardé como uno o dos minutos en procesar semejante confusión que sentía. No fue un helicóptero ni una avioneta. Era un ataque. Y al símbolo más famoso de los EEUU, al corazón financiero mundial, al centro del poderío económico estadounidense. Algo inédito, impensado.

Entonces empezaron a pasar imágenes estremecedoras y muy claras del segundo impacto. Es que ya estaban las cadenas de TV transmitiendo en vivo, cubriendo el “accidente” de la primera torre.

“¿Serán los rusos?”. “EEUU va a responder”. “¿Usarán armas nucleares?”, pensaba en voz alta. Empecé a caminar rápido, primero, y luego a trotar hacia el diario.

Cuando llegué ya había unas 15 personas o 20 personas, entre periodistas y otros empleados de LA GACETA, mirando los televisores de la Redacción.

Veíamos por primera vez que eran aviones de pasajeros los que se habían estrellado contra los edificios. Empezaban a aparecer imágenes de celulares, de cámaras de la calle y de cámaras del clima sobre el primer impacto. Ahora se veía claramente que también había sido un avión.

“Es la tercera guerra mundial”, dijo un colega. “¿Cómo hicieron para estrellar los aviones?”, preguntó otro.

“USA is under attack”

Con muy poca información, los jefes de la Redacción empezaron a elucubrar planes de acción. “Hay que agrandar el diario”, dijo uno. “Le demos cinco o seis páginas como mínimo a este tema”, opinó otro.

Si bien la edición digital del diario existía hace seis años, aún faltaban 11 meses para que hubiera noticias de último momento, que hoy son la esencia de esa plataforma.

Entonces empezaron a pasar varias cosas fuertes en simultáneo. Por un lado mostraban cómo el Jefe de Empleados de la Casa Blanca le susurraba al oído al presidente George W. Bush -quien estaba en una escuela primaria de Florida hablando con niños- que habían embestido a la segunda torre y que Estados Unidos estaba bajo ataque. “¡USA is under attack!”, le dijo, según se supo más tarde.

Por otro lado, la Administración Federal de Aviación ordenaba que aterrizaran de inmediato todos los aviones civiles y prohibía los despegues, mientras informaba que había sospechas de que varios aviones habían sido secuestrados.

En simultáneo, Bush le decía a la prensa desde esa escuela primaria que aparentemente había sido un acto terrorista.

En ese momento la TV informaba que otro avión se había estrellado en el edificio del Pentágono, sede del Departamento de Defensa de EEUU. Allí fue cuando ordenaron evacuar el Congreso y la Casa Blanca, y subían a Bush al avión presidencial para mantenerlo a salvo.

Estábamos viendo las imágenes más terroríficas que desde el nacimiento de la televisión se hayan transmitido.

Más tarde supimos que un cuarto avión había caído en un campo de Pensilvania, cuando iba en dirección a estrellarse contra el Capitolio.

Las versiones oficiales luego dirían que la caída fue producto de una lucha entre los pasajeros y los terroristas. Las extraoficiales, que lo derribó la Fuerza Aérea estadounidense.

A las 11 de la mañana vimos cómo se derrumbaba la torre sur de las gemelas y como algunas personas saltaban al vacío desde los edificios. Elegían suicidarse antes que morir quemados. Todo era escalofriante.

Media hora más tarde se desplomaba la otra torre y aplastaba a cientos de personas que trabajaban en el lugar del desastre. En total morirían 412 rescatistas, la mayoría bomberos.

Luego vimos que destructores armados con misiles llegaban a las costas de Nueva York. La tercera guerra mundial era casi un hecho.

Resucitó “La Tarde”

El pánico era global, en todos los países del mundo. La gente llamaba a sus familiares para saber dónde y cómo estaban y calmar la angustia y algunas personas comenzaban a planear abandonar las ciudades. Otras lo llegaron a hacer.

Mi mujer y yo esperábamos nuestro primer hijo. Faltaba un mes y medio para el parto. ¿Llegaremos a verlo? ¿Cómo estará el mundo cuando nazca? ¿Habrá mundo? Las preguntas catastróficas rebotaban en mi cabeza.

La convulsión era inmensa, increíble, cada minuto era impredecible. Los jefes de la Redacción finalmente tomaron una decisión histórica. No alcanzaba con agrandar el diario ni con hacer un suplemento especial: resolvieron hacer una edición vespertina. Era un suceso que no podía esperar hasta el otro día. Ni siquiera sabíamos a esa hora si habría otro día. Así de caótico estaba todo.

Internet era muy precaria, muy lenta, y aún no estaba en todos los hogares y mucho menos en los celulares.

En LA GACETA había mucha experiencia, en base a más de una década de haber publicado una edición vespertina llamada La Tarde.

En la Redacción siempre se dijo que en la vorágine, en los momentos de caos, es cuando mejor funcionan los resortes del diario. Y así fue ese día. Al mediodía estábamos todos tecleando, viendo cables de agencia, canales de televisión, seleccionando fotos, analizando planos de Manhattan, diagramando páginas, coordinando cómo sería la distribución de los ejemplares en un horario atípico. Igual a si estuviéramos ante un cierre nocturno, pero a la siesta.

Como si fuera el fin del mundo, aunque esta vez era literal.

Seis horas después del primer atentado más mediático y espeluznante de la historia estaba en la calle una edición especial de LA GACETA, con toda la información y las imágenes que había hasta ese momento.

Fue uno de los mejores diarios que me tocó hacer en mi vida, en medio de tanta adrenalina y de una sensación de apocalipsis inminente.

Una vez que la edición vespertina estuvo en la calle -se agotó en un rato-, tuvimos que mojarnos la cara, espabilarnos, estirarnos un poco y empezar a construir el diario de mañana. Sin saber a ciencia cierta si habría mañana.

Debo reconocer que muchos sentimos cierto alivio, o bastante, cuando supimos que los autores de los atentados habían sido 19 yihadistas, la mayoría de Arabia Saudita, miembros de la red terrorista Al Qaeda.

No por ello era menor la tragedia y el dolor, pero muy distinto hubiera sido si los ataques hubiesen sido perpetrados por un ejército convencional, de un país como Rusia o China, ya que hubiese significado el comienzo de una guerra mundial, quizás nuclear.

Ese día el mundo cambió para siempre y a su vez no cambió nada. Estados Unidos siguió con sus conflictos armados en medio planeta e incluso inició la que sería la guerra más larga de su historia, en Afganistán.

Veinte años después Argentina sigue igual que en 2001, sumergida en la pobreza, en la inflación, en la incertidumbre angustiante y en el mismo descrédito de la clase política, que hace dos décadas provocó el dramático “que se vayan todos”.

El 11 de septiembre fue como la pandemia del coronavirus, un suceso inimaginado que sorprendió al mundo y lo dio vuelta, que impactó fuerte sobre todas nuestras vidas, pero que aprenderemos a olvidar con el paso del tiempo. O a recordar para siempre.

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