Sarmiento nunca se fue de Tucumán

Sarmiento nunca se fue de Tucumán

“Al pueblo de Tucumán, que se ha constituido mi amigo, lo instituyo el legatario universal de mi memoria”, escribía, agradecido, Domingo Faustino Sarmiento. Había concluido la tercera y última de sus visitas a la provincia. La primera, en 1876, había significado una entrada triunfal en la capital a bordo del ferrocarril, cuya locomotora -no podía ser de otro modo- se llamaba “Sarmiento”. Una década más tarde, el 18 de agosto de 1886, se despedía por última vez de los pagos de su confidente José Posse. Lo hacía en paz, jubiloso porque los baños termales en Rosario de la Frontera y el clima seco del invierno tucumano les habían dado un estate quieto a los achaques que lo martirizaban. Pero al cuyano alborotador le quedaba poco hilo en el carretel y moriría un par de años más tarde -el 11 de septiembre de 1888- en Asunción. Fuera de la Argentina. Como San Martín; como Artigas; como Juan Bautista Alberdi.

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Sarmiento dice adiós con el ego inflado por los homenajes en vida. Su nombre se multiplica en Tucumán y él mismo lo subraya en un arranque de entusiasta vanidad: “está inscripto en el puente que une la Provincia; en el riel que une la Nación; en el Colegio que derrama las ideas; en el telégrafo que las recibe o difunde; en la escuela que las lleva a la industria; en la Sociedad Sarmiento que se encarga de perpetuarlas por el cultivo de las letras...”. Sarmiento se marcha feliz de Tucumán porque comprueba la naciente industrialización en su visita al ingenio San Pablo. Tan contento escribe que hasta le adjudica a Tucumán propiedades curativas. “He recuperado del todo, a la sombra de su fructífero bosque de naranjos en que se dan la mano el otoño y la primavera, la salud que quebrantaron, más que los años, el ímprobo trabajo del marino subalterno para arrancar la nave del atolladero a que la condujeron pilotos inexpertos”. Este Sarmiento tucumanizado parece poner distancia con los dolores de cabeza que Alberdi, Avellaneda y Roca le provocaron durante años de berrinches y fuego cruzado. Pero a no equivocarse: hubo infinidad de Sarmientos. Tantos que la historia sigue encontrando resquicios para reinterpretrar su genio, su iracundia, sus proezas y sus contradicciones

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El país en construcción es el que obsesionaba a Sarmiento y a Alberdi. Pero el pensamiento de la Generación del 37 no era homogéneo y las polémicas entre las dos figuras consulares del movimiento son la prueba. Los contrapuntos entre estos dos escritores excepcionales son un deleite, con ventaja a favor de Alberdi porque lograba lo que pocos: sacar de las casillas a su oponente, obligarlo a despotricar, ponerlo furioso. Alberdi, con su pluma incisiva, elegante y contenida, lograba que Sarmiento le hiciera honor a su apodo de “Loco”. Y con ese fin, nada más demoledor que cuestionarlo como escritor y llamarlo “montonero de la literatura”. En esta colección de artículos y estiletazos epistolares se aprecia la convicción, en Sarmiento y en Alberdi, de que el futuro del país pasaba por la educación. Pero las coincidencias de fondo no eran para nada unánimes y en las formas el antagonismo resultaba absoluto. El análisis de las “Cartas Quillotanas” y de sus spin-offs no suele profundizarse en los trayectos escolares. Qué bueno sería lo contrario.

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Hablando de educación, acaba de editarse “Las señoritas”. Laura Ramos investigó cómo trajo Sarmiento a las maestras de Estados Unidos para desparramarlas por el territorio nacional en la segunda mitad del siglo XIX; quiénes eran esas mujeres; y por qué ese proyecto cambió de raíz la educación argentina. El resultado es un libro atrapante y revelador, un dispositivo que termina asignándole a Sarmiento el lugar más apropiado en la historia nacional. “Sarmiento fue un personaje extraordinario que rebalsó su carácter de asesino de gauchos o de victimario de los pueblos originarios (...). Tuvo una osadía y una inteligencia fuera de serie”, destaca Ramos. Y lo fundamenta: “hasta ese momento estábamos bajo la influencia de la educación española, católica, coordinada por la Iglesia. Éramos un país en construcción que aún no había implementado la creación de un sistema educativo. Se aplicaban castigos físicos y el método de aprendizaje era la memorización. Las escuelas funcionaban en casas de familia, porque no tenían edificios propios. Estas maestras barrieron con esas ideas e implantaron la pedagogía pestalozziana moderna”. Sarmiento, cerebro y motor de la iniciativa, no la tuvo fácil porque le llovieron las críticas. Pero el plan prosperó y las escuelas Normales florecieron por esa Argentina en construcción. Una de ellas fue la de Tucumán, aprobada por el Congreso Nacional en 1869 e inaugurada el 25 de mayo de 1875.

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Y si muchas de las ideas de Sarmiento en materia educativa cristalizaron fue porque encontró en Nicolás Avellaneda un ministro de Justicia e Instrucción Pública tan capaz y apasionado como él. Juntos, Sarmiento y Avellaneda conformaron una fuerza formidable y el corolario fue que el tucumano lo sucedió en la Presidencia de la Nación. El problema es que en 1880 Sarmiento ansiaba un nuevo mandato, pero para eso debía sacar de la cancha a dos candidatos tan potentes como Carlos Tejedor y, en especial, Julio Argentino Roca. ¿Qué esperaba Sarmiento? Que Avellaneda se jugara por él. Pero su hora había pasado y una nueva Generación -la del 80- se apresta a desarrollar otro modelo de país. La amistad entre Sarmiento y Avellaneda se hace añicos y en una carta a José Posse el cuyano le advierte: “guárdese de sus agachadas”. En cambio, con Roca las relaciones no marchan por otro carril; a partir de 1879 directamente no existen. Públicamente, Sarmiento trata al tucumano de “pigmeo”. De nada le sirvieron a Roca, amo y señor de la política argentina durante los siguientes 30 años, los intentos por congraciarse con Sarmiento ni los nombramientos que puso a su disposición. En palabras del historiador Carlos Paéz de la Torre (h), Sarmiento, simplemente, lo detestaba.

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Es durante la presidencia de Roca -y la gobernación de Benjamín Paz- que se inaugura la biblioteca social de la Sociedad Sarmiento. Su presidente, Emilio Carmona, se lo cuenta a Sarmiento en una carta fechada el 21 de junio de 1883. ¿Qué dice la respuesta que Sarmiento envía a Tucumán? “La salvación de nuestra raza y aún de nuestra lengua, está en la difusión de las bibliotecas, tanto o más que colegios y escuelas. Exciten a mis amigos los productores de azúcar, a ayudarles a la compra de libros toda vez que les vaya bien en la zafra. Será el diezmo pagado a la inteligencia, al propósito de la creación, al hacer al hombre a la imagen y semejanza del Creador”.

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Al hilo conductor de todas estas piezas lo tejió la relación de Sarmiento con Tucumán y con los más encumbrados tucumanos. Y en esa ambivalencia que se percibe en las pequeñas historias que conforman la gran historia aflora el Sarmiento real. Gigantesco y contradictorio, merecedor de los mayores elogios y de las más rotundas descalificaciones. En la letra del himno que le escribió el español Leopoldo Corretjer y que en las escuelas suele cantarse cada 11 de septiembre se sintetiza esa desmesura. Lo verdadero (“padre del aula”) y lo polémico (“para el grande entre los grandes”); lo fáctico (“con la espada, con la pluma y la palabra”) y lo exagerado (“honor y gratitud”; “gloria y loor” -a los chicos hay que explicarles que loor significa alabanza-). Pero hay también en ese himno, propio de un contexto histórico que conducía a elevar a los hombres a los pedestales y revestirlos de bronce, una frase que no deja de resonar y que hace al pensamiento de Sarmiento. La que dice, refiriéndose a la niñez, “la que al darle el saber, le diste el alma”.

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