La muerte se llevó al actor y pintor Enrique Ponce

La muerte se llevó al actor y pintor Enrique Ponce

El artista tucumano, que tenía 69 años, fue director del Teatro San Martín. Vivió en París, donde abrió una galería de arte. Una novela.

UN ARTISTA CREATIVO. Enrique Ponce posa junto a una de sus pinturas.  UN ARTISTA CREATIVO. Enrique Ponce posa junto a una de sus pinturas.

La simpatía brinca en el mostacho. La mirada teje calidez. Creatividad. Un rumor de tristeza. En el porteño café de La Paz, desata la charla entre los amigos, al compás de una cerveza. Teatro, política, pintura, literatura, París, humor, y obviamente Tucumán, sazonan el abrazo fraterno. Los bigotes de Enrique Ponce Boscarino se extraviaron definitivamente ayer en Buenos Aires.

El artista había nacido el 11 de febrero de 1952 en San Miguel de Tucumán. Fue integrante del Teatro Estable de la provincia. A partir de 1969, realizó tareas de actor, director y escenógrafo, en distintos escenarios del país y el exterior, y efectuó adaptaciones de textos dramáticos. Tuvo papeles en las puestas de Tartufo, de Molière; Calígula, de Albert Camus; La pulga en la oreja, de Georges Feydeau; El oro y la paja, de Barilet y Gredy; Testigo de cargo, de A. Cristhie; La Granada, de Rodolfo Walsh; Réquiem para un viernes en la noche, de German Rozenmacher; La cantata de Santa María de Iquique, de Luis Advis; El gran deschave, de Sergio de Cecco; La Revolución de Mayo, de Juan Bautista Alberdi; Mateo, de Armando Discépolo; y en espectáculos de su autoría: Historias Viejas; La canción del Quijote; Palabras en concierto; y TeaTrango (este último declarado de interés cultural para gira internacional por la Secretaria de Cultura de la Nación de la Argentina.

Dirigió La chispa del milagro, de Juan Carlos Bohorquez; Arráncame la vida, de Rodolfo Santana; Torquemada, de Augusto Boal; Cabaret Concert, de Rafael Nofal; Bay, Bay Buenos Aires, de Beatriz Mosquera y El locutorio, de Jorge Díaz. En 1998 publicó la novela Que veinte años no es nada. En 1988, se desempeñó como director del teatro San Martín y luego como director de Teatro, Música y Danza de la provincia. Durante su gestión se fundó el Ballet Folclórico Provincial, el Coro de Niños y se creó el Museo Teatral de la Provincia. En 1990, se radicó en Buenos Aires.

“Fuimos compañeros de elenco en el Teatro Universitario en 1971, en Cementerio de Automóviles, con gira al Teatro Cervantes. En 1976, hicimos El Oro y la paja, con María Angélica Robledo, Mercedes Sombra y Julio Ferdman. Enrique inició su carrera de pintor autodidacta y viajó a España. Me encontré con él, en Madrid, y regresamos juntos al país. Era militante peronista. Se estableció en Buenos Aires, donde se conectó con el gobierno, expuso muchas veces; regresaba a Tucumán cada tanto a ver su familia. Soñaba con convertir la casa paterna en calle Marcos Paz al 900 en un centro cultural. Nos vimos muchas veces en Buenos Aires y en Tucumán. Un gran amigo, siempre con proyectos, muy histrión, de muy buena presencia escénica y potente voz. En la plástica, exuberante, con gran sentido del color. Una ausencia lamentable e inesperada”, dijo el arquitecto, escenógrafo, actor y director Ricardo Salim.

En 1992 y 1993 fue director y productor ejecutivo de la 1° y 2° Muestra Nacional y Latinoamericana de Cine y Video, realizadas en el Centro Cultural General San Martín de Buenos Aires. En 2002, se radicó en París, donde realizó diversas exposiciones y abrió su Atelier-Galerie. Regresó luego a Buenos Aires, donde abrió en el barrio de Almagro otra galería de arte.

Un ojo clínico

“Artista sobre todas las cosas, se podía hablar con él de todo: arte, vida, política... Su ojo clínico sobre el teatro y la plástica era severo; un gran hacedor que eligió París para una etapa de su vida, donde tuvo su galería de arte, en los bajos de Montmartre. Cuando volvió a Buenos Aires con su familia, continuó su etapa creativa, espectáculos, exposiciones, y nuevamente otra galería de arte, en el pasaje de la Piedad. En su manufactura, era un enamorado del color y las formas. Con la espátula y el pincel traducía la fuerza de su trazo sobre la tela. En lo abstracto, estaba su mayor expresión, los objetos tomaban vida en su cabeza y se plasmaban en los materiales. Caminábamos las calles abstraídos en la charla cotidiana y por momentos efervescentes llenos de arte la vida nos juntó y aún por caminos distintos, siempre algo nos aunaba: el arte sobre todas las metas en la vida”, dice el artista plástico tucumano Carlos Cusa.

La muerte de su joven hija en 2012, le eclipsó el corazón. Hacía un tiempo, su cabeza deambulaba en los desiertos de la memoria. En la madrugada de ayer, los mostachos de 69 años se posaron en el caballete de esa penumbra de la que solo se regresa a través del recuerdo.

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