Miradas

La tradición ordena no rendirse jamás. Que todo el cuerpo llore, como indica alguna publicidad de la tele. Dejar la vida y algo más aún. Más si se representa al país. Y si se está en el momento supremo. El momento por el que se ha estado trabajando por lo menos cuatro años (cinco en el caso de los Juegos de Tokio “2020”). Y más todavía si se es mujer, porque supuestamente sólo se puede tener “hombría” o “huevos”. Y, lo último, más todavía si la piel es negra. Porque los negros tienen cultura histórica de sacrificio. De avanzar pese a todo. Pese a masacres, tortura y humillación. Hasta que, de repente, la gimnasta estadounidense Simone Biles, que había llegado a Tokio como la gran figura de los Juegos, le dice al mundo que no tiene por qué ser así. Y cuenta luego que su decisión de bajarse de la competencia se inspiró en la tenista japonesa Naomi Osaka, crédito local, la otra figura enorme de la cita en Japón. Y que las últimas semanas había sido noticia porque, de repente, advirtió al mundo que los deportistas, por decenas de trofeos que hayan ganado, no son robots. Son seres humanos. Biles de 24 años. Osaka de 23.

Escribí ya de ambas figuras en otro espacio y seguí el tema porque el debate fue dejando nuevas e interesantes aristas. Muchos se aferraron como base de su cuestionamiento a las declaraciones inmediatadas del tenista serbio Novak Djokovic, de que “la presión es un privilegio” del deporte profesional y que para que un deportista se mantenga en la cima “tiene que aprender a gestionar la presión”. “Nole”, sabemos, estalló ayer, rompiendo raquetas y hasta renunciando a seguir jugando. Sus declaraciones ya habían sonado poco empáticas respecto de Biles. Porque no es lo mismo fallar un saque de tenis que fallar una acrobacia en el aire. El cuerpo lo paga de maneras distintas. Y porque “Nole” nos engañó a todos. Se puede comprender el estallido de furia que sufrió ayer tras la derrota. Pero su actitud fue pésima. La presión, a veces, se hace insoportable también para él. Seas hombre o mujer. Tenista o gimnasta. Por supuesto que cientos y miles de otros atletas compiten igual. Como también lo han hecho Biles y Osaka en cientos de ocasiones previas. Hasta que desafían el lugar común. Ese que pareciera indicar que, en el deporte de alta competencia, “no hay lugar para los débiles”.

Otro de los cuestionamientos centrales apunta a que la presión respecto de Osaka y de Biles se acrecentó porque ambas atletas “salieron” de su rol. Se implicaron en asuntos sociales. Participaron hasta de marchas callejeras para exigirle a las autoridades basta de brutalidad contra la población negra. Se preocuparon por quienes carecen de todo. Y no. Un deportista de élite, según cierto manual, debería ocuparse sólo de lo suyo. Para mantener su cabeza en foco. Y para no irritar a los patrocinadores que le pagan millones. Y que venden sus productos a blancos, negros, conservadores o liberales. Es decir, mejor no enojar a nadie porque el cliente es muy amplio y sólo paga para vernos competir. No para saber qué pensamos sobre el mundo. Por lo que sea, parte de esa lógica también comenzó a cambiar. Por eso, enojada cuando Nike dejó a una atleta porque estaba embarazada, Biles dejó la marca y se fue a Athleta, el nuevo patrocinador que esta semana felicitó su decisión de privilegiar la salud mental antes que la medalla.

“Apoyamos a Simone y apoyamos su bienestar tanto dentro como fuera de la competencia”, dijo Kyle Andrew, directora de Athleta. Y añadió: “ser el mejor también significa saber cuidarse. Estamos inspirados por su liderazgo hoy y estamos detrás de ella en cada paso del camino”. Estuve en los Juegos de Atlanta 96 cuando Kelli Strug, 18 años, 1,41m, tuvo que defender el honor de la gimnasia de Estados Unidos porque su compañera estrella, Dominique Moceanu, de 14 años, había fallado previamente víctima de un ataque de pánico. Strug saltó y voló por el aire con un tobillo lastimado. Imposible olvidar la escena del célebre entrenador Bela Karoly llevándola alzada a la premiación porque Strug no podía pisar. Imposible olvidar también la escena del médico que la consolaba cuando ella estaba en silla de ruedas. El médico era Larry Nassar, abusador de cientos de niñas gimnastas mientras Karoly miraba hacia otro lado. Es el monstruo que inspiró el documental de Netflix “Atleta A”. El monstruo que, entre tantas, había abusado también de la propia Simone Biles.

Algunas crónicas recuerdan ahora que Biles, que había llegado a Japón desafiándose ella misma con nuevas y peligrosas acrobacias que deleitaban a la TV mundial, no sólo había sufrido abusos de Nassar, sino también abandono infantil de padres adictos. Y que, aún enojada con esa Federación que no la supo proteger de viejos abusos, era en Tokio la cara salvadora de un deporte en crisis. Vocera social y salvadora de la gimnasia. “Realmente siento que a veces tengo el peso del mundo sobre mis hombros”, había publicado Biles antes de competir. Otros, desde la comodidad de un micrófono o una cuenta de Twitter, le decimos que fue una cobarde. Que tendría que haber saltado en Tokio. Que no debía “decepcionarnos”.

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