A partir de una imagen surge la dramaturgia de Carlos Correa

El director y escritor acaba de reunir cinco textos recientes en el libro “Variaciones en blanco”. El aprendizaje con Patricia Zangaro.

“LAS QUIETUDES”. Casandra Velázquez y Zoe Báez protagonizaron la versión porteña de la obra de Correa. “LAS QUIETUDES”. Casandra Velázquez y Zoe Báez protagonizaron la versión porteña de la obra de Correa.
Fabio Ladetto
Por Fabio Ladetto 26 Mayo 2021

“Cuando escribo, empiezo soltando palabras sobre una imagen que tengo. Puede referir a una situación o a algo que escuché y que esa imagen de alguna manera, ya sea por resonancia o por resumen, contiene. Eso no me limita; es solo el comienzo y quizá no quede nada en el resultado final, porque el material va mutando y yo lo dejo hacer”.

De este modo define Carlos Correa el proceso creativo que encara cada vez que escribe un texto teatral. Con vida dividida entre Capital Federal y Tucumán en los últimos años, el dramaturgo y director volvió a establecerse en la provincia y ahora lanzó “Variaciones en blanco”, donde reúne parte de su producción reciente.

- ¿Qué obras contiene el libro?

- Son cinco textos que produje en los últimos años: “Variaciones en blanco”, lo último que escribí y puse en escena; “Anonimato”, la nueva versión de “El silencio de los moáis”, que hice en 2016 con Adolfo Flores y el Gringo Maccarini y que vamos a reversionar no solo en el texto sino en una poética aún más despojada que aquella primera vez; “Los atributos”; “La palabra del peón”, uno de los pocos monólogos que tengo, y la versión de puesta de “Las quietudes” donde, además de cambios en la estructura, agregué una escena para aprovechar el espacio del teatro Silencio de Negras donde la hacíamos en Buenos Aires.

- ¿Cómo evolucionan tus aobra a partir de esa imagen iniciática?

- No les impongo una idea previa o algo que se originó en un hallazgo en el proceso, no me enamoro de eso. Pruebo y descarto si finalmente no suma nada, porque el aporte ya se hizo por asociación. Aunque en la mayoría de mis textos está presente el humor, no escribo chistes: lo que los personajes dicen no lo hacen para que un público se ría, no trabajo con esa fórmula. Sus palabras son para desestabilizar al otro personaje, tienen un sentido dramático, son punzantes; lo pueden hacer con sagacidad o estupidez, que resulta en una situación absurda que coloca repentinamente algo fuera de su formato natural y eso provoca risa.

- ¿Tenés un rechazo al humor?

- La risa no es un parámetro para mí, porque la gente se ríe con facilidad en el teatro, donde la experiencia colectiva contagia y a veces hasta obliga. No me aparto del trabajo sobre la palabra como elemento dramático, porque estoy describiendo una situación extraordinaria en la vida de esos personajes o en cinco minutos de esas existencias que resumen toda sus vidas. Esas palabras, además de alterar al otro, muestran algo de quien las dice. No escribo conversaciones, ni me rijo por las justificaciones que el realismo solicita; no pierdo tiempo con eso, no disperso la tensión sino que condenso lo dramático en las palabras necesarias.

- ¿Tus obras pueden identificarse como tucumanas?

- Algunos de mis textos pueden contener implicancias locales, pero en general cualquier persona en cualquier lugar puede estar atravesada por lo que le pasa a mis personajes. En la puesta en escena del texto es cuando lo que define el universo de asociación tiene que ver con el lugar donde la realizo. Por ejemplo, en la versión porteña de “La lechera” los gauchos nunca se tocaban, tenían tiempos lentos y sus palabras quedaban flotando en el aire; eran muy distintos a la versión de Tucumán, donde había otros gauchos. Eso se dio no solo porque eran otros actores sino porque el imaginario gaucho de allá es muy distinto al nuestro. También el espacio era distinto, por eso la obra empezaba con un malambo del Peque Coria en antesala en altura y eso le daba un horizonte inalcanzable a los gauchos, algo que está en el texto. Las primeras escenas eran entre el público que estaba de pie junto a una barra tomándose una cerveza en la Capital Federal. O en la versión de “Las quietudes”, donde agregué una escena para aprovechar una escalera. La sala es determinante, porque implica desde qué lugar mira el público, que sonoridad tiene, cómo es la llegada al lugar, qué accesos tengo al escenario, qué es lo que ven los actores, si es más o menos estrecha, si puedo mitificar algo en el fondo, si es profunda, etcétera.

- ¿Cómo incidieron los años en Buenos Aires en tu dramaturgia?

- En cuanto a mi técnica dramatúrgica, puedo decir que cambió rotundamente con Patricia Zangaro (está dirigiendo actualmente una obra de ella, ver “Sin tiempo...”). Su trabajo con los alumnos es muy personal, nunca fuimos más de siete en sus talleres, y ella aborda la poética de cada uno. Tiene una escucha muy lúcida y puede encontrar en una frase un universo dramático a desarrollar, que es algo que uno puso y no lo advirtió. Cuando te ha guiado hasta ahí, no te deja soltar eso hasta que no lo has agotado. Pero además cambió mi manera de ver teatro, después de estudiar con Patricia y con otros maestros.

- ¿En qué sentido?

- El hábito de observar y analizar me permitió hacer más consciente el uso de los materiales con los que trabajo y ser más específico en mis búsquedas poéticas, más riguroso en su ejecución y más abierto, también, a los distintos formatos que veo, qué es lo que se proponen desarrollar, si se da más importancia al qué o al cómo y al por qué. No miro una obra tratando de que encaje en mis hipótesis, en mis intereses y mucho menos, por supuesto, en mis gustos.

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