El pensador del país y su cabriola metafísica

El pensador del país y su cabriola metafísica

Por Jorge Daniel Brahim – Editor y ensayista .

09 Mayo 2021

Tal vez en un tiempo no muy lejano Ernesto Sabato pueda ser dimensionado en su justo término. Este hombre descomunal, en toda la acepción de la palabra, no tan sólo será recordado como uno de los mayores escritores argentinos del siglo XX, sino también por su enorme contribución a la democracia y a la sociedad argentinas cuando, ya septuagenario, ofreció las horas calmas de su vejez a la Conadep, poniendo en juego su prestigio e incluso hasta su propio cuerpo. Estos dos hechos, por sí solos, bastarían para que la Historia le reserve un lugar de privilegio entre sus hijos dilectos.

Pero hay un aspecto en Sabato tal vez poco estudiado, no dimensionado en su verdadera magnitud: el del lúcido intelectual que, como pocos, pensó la Argentina.

De sus cavilaciones y conjeturas salieron páginas memorables que plasmó en numerosos ensayos y artículos donde se puede apreciar la densidad conceptual con que describió lo mejor y lo peor de la idiosincracia argentina, porque sin ser historiador conocía en profundidad el origen y pasado de la patria, lo que, a su vez, le otorgaba múltiples recursos para analizar la sociedad y la política de ese, su presente, en el que le tocó transcurrir sus días.

Remedo de arúspice era capaz de leer entre líneas las entrañas mismas de la nación “sacrificada”, y junto a esa perspicacia innata de la que estaba dotado, escudriñaba el zeitgeist, el espíritu del tiempo, convirtiéndose así en un visionario de nuestro porvenir.

El pensar suyo también era un pensar de acción, comprometido, coherente con sus ideas. Muchos suponen que su única participación cívica de envergadura la llevó a cabo cuando encabezó la Conadep ya en pleno Estado de Derecho; pero pocos saben que defendió los valores democráticos y la libertad de expresión cuando la dictadura estaba en su apogeo. Precisamente, en 1978, en una extensa entrevista de Odile Baron Supervielle que publicara el diario La Nación, hizo un llamado a la libertad, denunció la censura y reclamó el inmediato retorno a la democracia.

Cuando hablamos del Sabato pensador del país –juicio que él mismo descartaría-, y aunque no haya dejado una obra erudita y específica sobre el tema –la mayoría de estos escritos están dispersos en ensayos, artículos y entrevistas-, lo situamos a la altura de los grandes teóricos contemporáneos, llámense José Luis Romero, Alejandro Korn, Arturo Jauretche, Exequiel Martínez Estrada, Raúl Scalabrini Ortiz, Eduardo Mallea.

Parece una contradicción, pero esta faceta del pensamiento de Sabato lo acerca más a la politología o a la sociología o, incluso, a la filosofía, que a ese artista gigante que en definitiva fue. Porque convengamos que su esencia fue esa, aunque en un comienzo se había inclinado por la Física, tal como lo admitirá más tarde: “Mis verdaderas vocaciones fueron la pintura y la literatura, que me apasionaron desde muy niño (…) hice un descubrimiento portentoso: el universo matemático y durante años me dejé arrastrar por esas ciencias, aunque siempre, latente, subsistía la pasión por la pintura y las letras”.

Cuando decide abandonar la ciencia, libra un combate contra sí mismo renunciando a la comodidad de ser y a los prestigios logrados. Más que un abandono, es una huida centrípeta: huye hacia él, hacia su propia interioridad, al reencuentro con lo auténtico que será su destino final. En esa cabriola metafísica ha triunfado el Sabato que nos legará su extraordinaria literatura, escrita “no para agradar, sino para despertar, sacudir”; el que, aunque renegando de ella, usará la razón para pensar el país; el que se transformará en un pensador imprescindible desafiando con su huella al tiempo y el olvido. Aun contra ellos, la estela sabateana pervivirá.

© LA GACETA

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