La Argentina duele

“La Argentina tiene una enfermedad muy grave: el odio en la perspectiva política y social. Es demasiado crudo y corta de entrada toda posibilidad de intercambio de diálogo”, analizó “Pepe” Mujica en una entrevista brindada a Radio 10. Según el ex presidente uruguayo, la pandemia multiplicó ese festival del rencor que se percibe en casi todos los órdenes de nuestra vida en sociedad. “El odio y el amor son ciegos, pero tienen una sustancial diferencia: el amor es creador, el odio termina destruyendo hacia afuera y hacia adentro”, apuntó Mujica. Y cerró con un pensamiento inapelable, compartido y angustiante: “la Argentina duele”.

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El odio -articulado por un sinfín de discursos y de políticas- circula por distintos niveles y plataformas. Además es pluriclasista, lo que refuerza su capacidad para adaptarse a las redes sociales, a los medios y al espacio público. Se lo encuentra en todas partes, muchas veces disfrazado. Aunque no lo veamos, el odio siempre está... Tanto que lo tenemos naturalizado y hasta existe una categoría que engloba a sus entusiastas cultores: los odiadores (haters, en inglés). En este punto, trolls y odiadores se confunden hasta ser casi lo mismo. Antes los trolls pegaban garrotazos en los callejones, ahora lo hacen con la palabra y a la distancia. Podrá decirse que muchos trolls son sicarios del teclado, a sueldo de patrones que ofician de agentes del caos, mientras que un odiador está dispuesto a invertir sus energías en la tarea por simple gusto. O por amor al odio. En fin, es difícil distinguirlos.

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Tan mal estamos que el odiador ya forma parte del ecosistema y hasta se lo defiende en aras de la libertad de expresión, por más peligrosas -e ilegales- que sean las consignas que enarbola. En Estados Unidos, cuya grieta es tan profunda como la nuestra, las cosas se pusieron tan extremas que una banda de forajidos copó el Congreso y murió gente en un tiroteo. Esto habla de un fenómeno global, con la diferencia de que países con instituciones sólidas, como Estados Unidos, todavía cuentan con anticuerpos capaces de preservar el sistema democrático. En otros, como Bolivia, un golpe “blando” azuzado por la grieta local alcanzó para tumbar al presidente. Y hablando de grietas, ni hablar de la brasileña, donde asoma la madre de todas las batallas (Bolsonaro vs Lula) y la virulencia de los discursos de odio expuestos en el ágora luce espeluznante. En ese contexto, río más revuelto aún por culpa del coronavirus, hay gente pescando. Para los tibios, los ciudadanos de Corea del Centro, los que rechazan bandos y facciones, los que apelan a la necesidad de una Argentina hoy utópica -la del diálogo y la búsqueda de algún consenso- sólo queda la condena.

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Y pensar que al principio de esta pesadilla con forma de pandemia hubo quienes se ilusionaron con un cambio de época. Slavoj Žižek, por ejemplo, miró todo desde el más humanista de los abordajes filosóficos y vaticinó un ola de solaridad global. A fin de cuentas, fue más una expresión de deseos que un ejercicio de ingenuidad. El que nos cacheteó de movida fue Byung-Chul Han, quien planteó -palabras más, palabras menos-: ¿a quién se le ocurre que una sociedad egoísta, obsesionada por el tener, absolutamente líquida, va a reaccionar ante la emergencia en el sentido contrario? Han lo vio clarísimo; la pandemia sólo genero más egoísmo, más narcisismo, más concentración de la riqueza. ¿O alguien pensaba que la elaboración y distribución de vacunas obedecería a una nueva concepción de la sociedad global, más igual, más fraterna, más libre? Y entre toda esa carga negativa potenciada por el coronavirus el odio viaja en primera clase. Es un pasajero en tránsito perpetuo que brinda con champán cada vez que una crisis, como la actual, lo viste de gala.

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La filósofa y docente tucumana Ruth Ramasco posteó en Facebook un breve texto, en el que mira todo esto que nos pasa en profundidad, muy por encima de la media. Vale la pena leerla:

Estamos en el interior de un inmenso duelo colectivo, esos duelos que otras generaciones han vivido en las guerras. Cada persona, en cercanía con alguien conocido, aunque no fuera entrañable, aunque no fuera amado: en la cercanía con alguien arrasado por la muerte. Cada familia, cada cuerpo institucional, cada colectivo, cada barrio, cada sociedad, todas las sociedades, todo recorrido por las noticias de la muerte.

Podremos enojarnos, adherir o disentir a restricciones, decisiones políticas, repercusiones económicas que destrozan sectores. Podemos repudiar la irresponsabilidad de vastos sectores que transgreden toda norma, no por trabajo, sino porque quieren divertirse. Podemos sentir con fuerza en nuestra vida el inmenso dolor de la soledad y la lejanía, o el cansancio insoportable, o los obstáculos en todo o casi todo lo que amábamos y era nuestro. Discutimos sobre funciones, virtualidades, teletrabajo, vacunas e incidencia sobre el sistema sanitario. Sentimos el estrago de la miseria. Pero en verdad estamos dentro de una vorágine de duelos y casi no podemos detenernos y llorar lo que nos está ocurriendo. Es con la muerte con quien lidiamos; con la muerte voraz, con sus acrobacias entre nuestros cuerpos y los de aquellos a los que amamos, con los vacíos de la muerte sobre nuestras vidas y todo lo que con tanta dificultad hemos construido. Puede importarnos o no vivir o morir. Pero no se trata ni siquiera de eso, que ya es muy duro. Tiene que importarnos el impacto de la muerte sobre el mundo y las sociedades. Tiene que importarnos la muerte desatada.

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Interpelados por la muerte desatada, por el dolor de un mundo en llamas, surgen algunas preguntas. ¿De dónde salen tantas fuerzas para odiar? Y si el odio y sus discursos estructurantes son causa y consecuencia de toda crisis, como lo marca el devenir de la humanidad, ¿cómo apretamos el freno para salir de esa circulidad histórica? ¿Es irreversible?

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O dicho de otra forma: si una pandemia sólo elevó a la enésima potencia este odio que nos consume y que tanto lamenta “Pepe” Mujica, ¿qué puede obrar con el efecto contrario? Si el coronavirus y la muerte desatada no nos llevaron a abrazarnos como país, sino a enfilarnos en veredas cada vez más lejanas y exacerbadas, ¿a qué podemos apelar? ¿Qué nos queda? Si en estas horas oscuras no somos capaces de concertar lo mínimo e indispensable porque el otro no me genera disenso ni desacuerdo, sino odio, ¿no tenemos salida?

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Es tan difícil como que el odiador se asuma como tal. Mientras eso no suceda cualquier iniciativa es inviable. Pero, ¿cómo invitar a un odiador, profesional o amateur, a que revise su condición, cuando lo rodea un sistema funcional a su odio? Porque el odiador no está solo, milita en un colectivo motorizado por el odio desde que el mundo es mundo y revitalizado hoy por el algoritmo en el que cada odiador vive en el más cómodo de los encierros. ¿Cómo pedirle a un odiador que escuche si su decisión es hacer oídos sordos a todo aquello que no alimente su odio?

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¿Y entonces? Hay dos caminos. O el malhumor social, el malestar, la crispación (y todos los sinónimos que quepan) se nos van definitivamente de las manos o cuidamos lo que nos constituye como sociedad, por más ultrajado que parezca: las instituciones, el contrato social, la vida democrática. Tiene razón “Pepe” Mujica. La Argentina duele.

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