La deuda tecnológica en el sistema educativo

La deuda tecnológica en el sistema educativo

19 Abril 2021

La pandemia de coronavirus ha recrudecido. “La Argentina ha entrado en la segunda ola”, proclamó oficialmente hace dos miércoles el presidente Alberto Fernández. Desde entonces, hubo una escalada de medidas restrictivas. La cuestión ha desatado multitudinarias protestas en Buenos Aires, que el propio jefe de Estado ha considerado “rebeliones” contra la ley. Por supuesto, como ocurre en todos los ámbitos de la vida de los argentinos, la crisis desatada por el coronavirus se ha politizado. Más aún, se ha “maniqueizado” entre los que consideran al Gobierno responsable del desastre económico y quienes lo reivindican como el conjurador de un desastre sanitario.

Debajo de toda esa hojarasca, una cuestión emerge con masivo peso específico: la continuidad de las clases presenciales, o no. En Buenos Aires han sido canceladas otra vez, lo cual detonó movilizaciones airadas de padres de alumnos que repudian la medida. En cambio, sindicatos como Ctera habían amenazado con un paro si la presencialidad no se suspendía en el AMBA. En Tucumán la tensión existió el mes pasado cuando se dio por iniciado el año lectivo con modalidad mixta. Los sindicatos plantearon que sin estar vacunados los docentes no podían volver al aula, mientras en muchas comunidades escolares se demandaba el retorno a la presencialidad tras considerar que 2020 fue un año perdido.

Más allá de los planteos políticos, la educación en pandemia desnuda descarnadamente las consecuencias de la desigualdad social. En una sociedad donde, según los datos oficiales, prácticamente la mitad de la población vive en la pobreza, claramente no hay una provincia sino dos frente a la cuestión educativa. Por un lado, la de los niños de familias de clase de media que disponen de teléfonos o computadoras, de acceso a internet y de comodidades en sus hogares que les permiten seguir educándose en la virtualidad. Claro está, ven resentida la calidad de la enseñanza por las limitaciones propias de la comunicación remota, pero no pierden días de clase. En estos sectores, inclusive, una suspensión de las clases presenciales no estaría mal vista, en nombre de mantener “preservados” sanitariamente los hogares. En el “otro” Tucumán la situación es diametralmente distinta. Pero no sólo porque no disponen de dispositivos tecnológicos ni de conexión a la “web”: en los sectores pobres de la sociedad, la escuela es prácticamente la única institución a la cual tienen acceso. No sólo es sinónimo de alfabetización, sino también de socialización. Es conocer normas y aprender a vincularse con la autoridad. Es tener acceso, sobre todo en las periferias de las ciudades y en el Tucumán rural, al desayuno; y en las escuelas de doble jornada, también al almuerzo. Es poder acceder a campañas de salud que se llevan adelante en los establecimientos. Es conocer sus derechos para hacerlos valer. Es conocerse para hacerse valer. La escuela es el primero y más contundente ejemplo acerca del valor de las instituciones. En este punto el Estado no puede desentenderse. Claro que la pandemia es un hecho nuevo, y como tal no hay más camino que el del “ensayo / error”. Pero en el corto plazo, el Estado debe garantizar materialmente que todos puedan educarse. En el mediano plazo, brindar una contención no sólo material de la pobreza, sino también social y cultural. En el largo plazo, combatir la desigualdad con progreso y no con subsidios.

Deuda quemante en Tucumán, donde no se pudo tener en buen estado los edificios escolares después de disponer de un año completo para los arreglos porque no había chicos en las aulas.

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