Un imperio de papel

Un imperio de papel

Hubo un gran imperio que, como todos ellos, se esfumó. Al igual que el romano. El inglés o el español. De él solo quedaron las palabras con que los escritores los volvieron un mito.

Claudio Magris. Claudio Magris.
28 Marzo 2021

Juan Gustavo Cobo Borda

PARA LA GACETA - BOGOTÁ

Tuvo una sede; Viena; y un río que enlazaba infinidad de pueblos, razas y lenguas: el Danubio. Ese es el mundo que ha estudiado, con asiduidad inteligente y lúcida empatía, un ensayista italiano nacido en el único puerto de esa Mitteleuropa: Trieste. Se llama Claudio Magris, nació en 1939, y recibió el premio Príncipe de Asturias 2004 por una serie apasionante de libros publicados casi todos ellos por Anagrama en España: El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna, Itaca y más allá, El anillo Clarisse y El Danubio, Microcosmos y Utopía y desencanto. No se considera un creador, por más que haya escrito novelas tan singulares como Conjeturas sobre un sable. Apenas un profesor, que revive en los cafés, como Peter Altenberg, la magia iridiscente  de una realidad extinta. La que judíos como Joseph Roth en La marcha de Radetzky, una elegía mozartiana sobre el otoño de un estilo, o Stefan Zweig, en sus punzantes memorias, El mundo de ayer, edificaron con desgarradora nostalgia. Se sabían los últimos de una estirpe: Roth, desde su habitual mesa de alcohólico en el café Tournon de París iría al hospital Necker consciente de cómo en ese mayo de 1939 los nazis volvían aún más agorera su muerte. Zweig, pegándose un tiro en Brasil, traía al nuevo mundo las letales semillas de una decadencia esplendorosa.

Juan Gustavo Cobo Borda - Miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua y correspondiente de la Española. Este artículo fue publicado originalmente, en este suplemento, en 2004.

Esa vacuidad efervescente. Esa nada que hizo grata la vida y muy concreta su ausencia. Un imperio estático, de casi mil años. Con remotos emperadores y burócratas eficientes. De valses y operetas. De pollo frito y camareras complacientes. Donde el amor, como la sífilis, en La ronda de Schnitzler, contagia el tiovivo incesante de todas las capas sociales.

Había un aire deliciosamente superficial en todo ello, pero más al fondo, como en el consultorio vienés del Doctor Freud, se agitaban los dolorosos fantasmas de hipocresías letales e impotencias para cambiar.

Lo dijo Metternich, ese ministro tan frívolo como sagaz: “Algunas veces goberné Europa, pero nunca Austria”. Esos hombres, cansados de todas las cosas sin estar saciados de nada, lograron que el águila bicéfala de la monarquía cobijara infinidad de pueblos dispares en una armonía y una estabilidad tan burguesa y esterilizante para unos como necesaria para otros. Un orden, en definitiva, que solo Napoleón alcanzó a poner en duda, para casarse finalmente con una hija del emperador. Lo que Madame de Staël dijo, refiriéndose a Alemania: “Son aduladores y enteramente sumisos y se sirven de razonamientos filosóficos para explicar lo que hay de menos filosófico en el mundo: el respeto por la fuerza”, no resulta aplicable a este imperio de papel: ellos tenían otro tono y otro encanto y bajo él cayeron alemanes, húngaros, polacos, judíos, checos, eslovacos, croatas, serbios, italianos, eslovenos, búlgaros, rumanos y rutenos.

De ese manantial inagotable nos hablan hoy Hermann Broch y Elías Canetti. Wittgenstein, naturalmente. George Steiner y Roberto Calasso. De un nihilismo donde ya no existe la unidad del yo ni confianza en las palabras y en donde, como lo demuestra la justamente premiada obra de Magris, todavía alientan oráculos que debemos escuchar.

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Juan Gustavo Cobo Borda - Miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua y correspondiente de la Española. Este artículo fue publicado originalmente, en este suplemento, en 2004.

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