El peor momento del Gobierno

El peor momento del Gobierno

El peor momento del Gobierno

Se percibe una sensación de soledad en el equipo de gobierno que asusta. No sólo de intrigas palaciegas y pase de facturas, suerte de sálvese quién pueda en un gabinete desgastado al límite. Va más allá, hacia el afuera. No se ven rostros ni palabras amigas, columnas en las que apoyarse, alguna que otra figura prestigiosa capaz de encarrilar una gestión desnortada. Al Gobernador y a los suyos (¿quiénes vendrían a ser a esta altura?) nadie les tira una soga. Si Juan Manzur decidiera relanzar su proyecto, ¿con quiénes cuenta? ¿De dónde raspa algún retazo de crédito? Y, en especial, ¿de qué pozo podría extraer alguna idea? Está mal el Gobierno, sin dudas en su peor momento, espantado ante los resultados de encuentas propias que más vale proteger con varios candados. La pregunta entonces -otra más- es: ¿por qué seguir haciendo la plancha?

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Manzurismo, jaldismo, alperovichismo, alfarismo, canismo, camperismo, bussismo (¿con Roberto Sánchez será robertismo o sanchezismo?)... Todos son gentilicios de ínsulas como Barataria; lugares imaginarios a los que en realidad nadie pertenece. La pasión política por los ismos se potencia en Tucumán con una pasión inusitada. Cualquiera se cree con derecho a que la tropa que comanda se embandere bajo el paraguas del ismo. Se instalan así, con fuerza de verdad, corrientes de acción o de pensamiento que no tienen ninguna clase de sostén, mucho menos de lógica. La proliferación de ismos es la foto de una dispersión facciosa que reemplaza al debate. La cáscara vacía de dirigentes -la mayoría de medio pelo para abajo- tan desesperados por arrimarse al fogón del poder que creen, desde la ilusión de un ismo propio e intransferible, que ahí se esconde la piedra filosofal de la construcción política. Viven en un limbo, en una cápsula, seguros de que cuentan con el olfato infalible para detectar malhumores ciudadanos. Se adjudican tener cintura. Mientras tanto, Tucumán se consume.

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Alperovich se ufanaba de su capacidad para medir el amperímetro de la opinión pública. Como si cargara con un gentómetro capaz de advertirle cuando la mano venía cambiada. Es una cualidad que el entorno le elogia al intendente Alfaro. No es, ni por asomo, la lectura que les corresponde en este momento a Manzur y a Jaldo. Al Gobernador y a su vice se los aprecia disociados de la realidad, contando los porotos de batallas políticas, pensando en elecciones futuras, girando sobre temas -como la reforma constitucional- que si salieran a la luz con más fuerza sólo generarían irritación en una sociedad agotada, exasperada, carente de liderazgos y de visiones. Los legisladores, felices, están plegados a ese juego de declaraciones cruzadas, cartas en la manga, lealtades en oferta. Por supuesto que tanto Manzur como Jaldo saben que gobiernan un polvorín, pero mucho más cómodo es disociarse. “Total, para octubre sobra con el aparato y la lapicera”, es el razonamiento de siempre.

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Jamás en los últimos tiempos el palacio estuvo más lejos de la calle en Tucumán. En una crónica con forma de libro -titulado justamente “El palacio y la calle”- Miguel Bonasso narró los últimos días del Gobierno de Fernando de la Rúa. En la Casa Rosada, mientras miraban los cacerolazos por TV, sentían que no era para tanto. Que la gente iba a calmarse. Que no era más que una turbulencia. No sólo era una gestión mal informada; se trataba de algo más profundo. Cuando el contrato social se rompe en las narices del Gobierno y nadie quiere aceptarlo para obrar en consecuencia ya no hay marcha atrás. El contrato social se hizo añicos en diciembre de 2001 y hasta el último instante, previo a la huida del Presidente en helicóptero, el Gobierno mantuvo una arrogancia, una autosuficiencia, que sumadas explican por qué le fue como le fue. El peronismo está autoconvencido de que esto jamás le va a pasar, lo que es un ejercicio de mala memoria. Tal vez algunos eran demasiado jóvenes en tiempos del ingeniero José Domato, que prometió gobernar a puertas abiertas y debió marcharse por la salida de emergencia. Otros se acuerdan muy bien, pero prefieren seleccionar los recuerdos. “Mientras los sueldos estén al día nadie va a quemar la Casa de Gobierno”, intentan tranquilizarse en despachos mullidos y fresquitos. ¿Y quién es el encargado, a todo esto, de decodificar las señales?

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Una vez es el linchamiento del femicida “Culón” Guaymás. Otra es la imagen de un grupo de vecinos y vecinas decididos a correr, a machetazo limpio, a todo aquel que intente quebrar la paz del barrio Diza. También están los comerciantes de Yerba Buena, impotentes y hasta condescendientes con los policías que lloran miseria. Son emergentes impactantes y nadie parece interpretarlos. Provienen de actores que conforman todo el espinel de la pirámide social; tucumanos con perfiles ciudadanos distintos y realidades económicas disímiles, pero convergentes en la angustia que genera la desprotección. Son tan brutales los niveles de inseguridad que se registran que, con la mano en el corazón, nadie puede medirlos con exactitud. De la cantidad de delitos que no se denuncian sólo hay proyecciones y conjeturas. La continuidad del ministro Maley es como la de esos directores técnicos que viven con la soga al cuello y la directiva del club mantiene en el cargo  por más que pierdan una y otra vez. Y si mañana, finalmente, Maley es eyectado del área de Seguridad, ¿cuál es la estrategia para reemplazarlo? No tanto por los nombres, sino por los contenidos. Si no hay plan A -porque a lo de hoy resultaría indecoroso dotarlo de la categoría de “plan”- mucho menos habrá un B o un C.

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“Hay que entender que ya no estamos con la Ley del Talión (ojo por ojo, diente por diente). Hemos evolucionado. Existen procesos que hay que respetar, pero es entendible la postura de la gente. Hay cuestiones humanas que escapan a los trámites burocráticos de un proceso judicial”. (Paul Hofer, por aquel entonces -2013- secretario de Seguridad Ciudadana)

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Meses después de aquella declaración, en diciembre, la Policía se acuarteló y dejó a Tucumán librada a su suerte. Durante más de 48 horas no hubo ley ni contrato social que valiera. En cada esquina, en cada barricada, se vieron fotos idénticas a las que hoy circulan de los vecinos del Diza. La Policía, en esencia, es la misma del 2013, una institución divorciada de la sociedad que ni siquiera es capaz de barrer bajo la alfombra sus propios escándalos, como el protagonizado por dos comisarios peleándose a cabezazos en el seno de la Jefatura. En algún momento de la historia alguien deberá tomar la decisión (política) de modificar desde la raíz a la Policía de Tucumán, lo que implica transformar su lógica interna, su cultura de trabajo, la formación de quienes se ponen el uniforme. Criticar a la Policía ya ni siquiera es hacer leña del árbol caído. Es tal su grado de desprestigio que sería redundante. Pero sí está claro que a la Policía le sucede lo mismo que al Gobierno: está sola.

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Lo de hacer la plancha, lugar común si los hay, no es caprichoso. Con tantos frentes abiertos, tantas presiones, tantos errores, tanto tiempo desperdiciado, tanto sufrimiento de una sociedad a la que cada día se le suman más pobres y más indigentes, es difícil comprender la escasez de respuestas. Los Poderes del Estado marchan en piloto automático mientras Tucumán está tan agujereado como un queso gruyere. ¿Cómo se explica? ¿No hay alguien dispuesto, en semejante situación, a dar la cara y aportar algo de tranquilidad, de soluciones, de esperanza?

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