Sin regalo de Reyes
Sin regalo de Reyes

“¿Recién es seis de enero? ¡Dios, parece que ya llevamos medio año más!” Esta frase y otras similares proliferaron ayer por las redes sociales, por parte de tucumanos y de argentinos de todo el país. El año comenzó con la misma crudeza con la que terminó el innombrable 2020. Los casos de covid volvieron a multiplicarse, la vacuna tardará en lograr el deseado efecto de inmunidad de manada, los argentinos copan los centros turísticos y la noche, y los gobernantes comenzaron a implementar restricciones para la circulación libre. Formosa volvió a fase 1, en Buenos Aires habría toque de queda y varias provincias reinstalaron bloqueos para el ingreso a sus fronteras.

En apenas seis días se esfumó la esperanza de quienes pensaban que, mágicamente, con la llegada del año nuevo iban a desaparecer los problemas del que terminó. Nada llegó a su fin. La pandemia dejó secuelas no tan sólo a quienes sufrieron la enfermedad y lograron recuperarse, sino también en todo el tejido social del país y del mundo. Además, la sociedad llega al verano cansada, harta, empobrecida y con la necesidad de sentir que la libertad le acaricia el rostro, como el viento de la playa o el sol de los valles. Parece muy difícil lograrlo. LA GACETA realizó una encuesta que sirve de pequeña muestra. Se preguntó si suspenderían sus vacaciones si el covid sigue sumando casos y si se toman medidas de restricción. Casi en mitades iguales los que participaron contestaron “sí” y “no”.

Reina el desconcierto también respecto de qué está pasando con el virus. Como el que se quemó con leche ve una vaca y llora, los argentinos ya desconfían de todo. Están los que creen que ya está, que no hay margen para seguir cerrando todo, y los que ruegan que se limite la circulación lo más posible, para evitar que la pandemia continúe expandiéndose. ¿Dónde está el punto? ¿Cómo se puede lograr una unidad social, como al comienzo de la pandemia, en torno a qué hacer o cómo comportarse ante esta atípica y excepcional situación? Quizás la clave está en cómo y quiénes dan los mensajes, no tan sólo orales sino también con el ejemplo mismo. Cuando Alberto Fernández anunció las medidas más duras de aislamiento social, una mayoría casi absoluta avaló sus decisiones. En ese momento aparecía un Presidente, y gobernadores, comprometidos y seguros de lo que estaban haciendo. Ellos, además, daban el ejemplo no permitiendo que hubiese aglomeraciones de ningún tipo: ni por protestas ni por reclamos ni por recitales ni por votaciones en el Congreso ni por nada. El mensaje era claro y había que cumplir. Se cumplió. Luego, el relajamiento del propio Estado en cumplir y hacer cumplir las normativas contribuyó al caos. Las necesidades políticas se impusieron: se necesitaba que se despidiera masivamente al gran Diego Maradona, que se tratara la Ley de Legalización del Aborto (y hubiese mucha gente en la calle apoyando o rechazando la norma) y que varios popes gremiales pudieran salir a protestar a las calles para que no perdieran su cuota de poder. Suena a pretexto, pero el ejemplo de los “grandes” llega a los más “chicos”. Otra vez, basta ver ese bar virtual que son las redes sociales, donde en medio de mucho ruido y “operetas” también afloran sentimientos colectivos sobre algunos temas. Allí proliferaron ese tipo de justificaciones. “Nos apuntan a los jóvenes por las fiestas, pero ellos estuvieron en asados sin barbijos y sin nada”; “No salió el Presidente a pedir que no se junten en el Congreso, pero dice que nosotros tenemos que guardarnos en nuestras casas”; “En pleno centro hay más gente junta y sin barbijo que en la fiesta que hice con mis amigos”. Son sólo algunos de los posteos que pueden leerse sólo con surfear un poco por Twitter, Facebook o Instagram. O en los foros de LA GACETA. Otra vez, suena a pretexto, porque la responsabilidad social se construye con el esfuerzo individual y el cumpliento de las normas de convivencia de cada uno de los nosotros. Sin embargo, no se puede pedir que el otro haga lo que uno no realiza, menos aún tras un año de restricciones que van mucho más allá de lo social, porque los argentinos -como gran parte del mundo- perdieron mucho: su trabajo, su calidad de vida, su manera de educarse, su ilusión de futuro y su capacidad de decidir libremente. Todo esto por la propia pandemia, más allá de los yerros o aciertos del Gobierno respecto de cómo transitar la hecatombe sanitaria.

En momentos excepcionales, la sociedad escudriña con mayor detalle qué hacen quienes tienen el poder delegado de la cosa pública a través del voto. No estarían logrando contener la necesidad comunitaria de se transmita seguridad y claridad en las decisiones.

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