Yo te avisé: Anhelo desesperado para el año de la incertidumbre

Yo te avisé: Anhelo desesperado para el año de la incertidumbre

“El cuerpo social pierde muy lentamente su mañana”.

“Montesquieu”, de Paul Valery (1871-1941), publicado en la “Tabla de Literatura Francesa”, Tomo II (Gallimard, 1939).

Lento, pero vino. El año de la incertidumbre finalmente ha llegado. La incerteza domina desde el primer día al primer año de la tercera década de este siglo. Y de este milenio. En los más variados ámbitos y niveles. ¿Cómo será la Unión Europea sin Gran Bretaña entre sus miembros? ¿Cómo le irá al Euro con esa amputación? ¿Cómo le irá al dólar con la salida de los republicanos y la vuelta de los demócratas? ¿Y al peso argentino? ¿Alberto Fernández se afianzará en el poder o se profundizará el régimen vicepresidencial? ¿Juan Manzur y Osvaldo Jaldo armonizarán sus intereses o todo estallará con reformas constitucionales, reelecciones indefinidas y el quiebre del peronismo? ¿Las elecciones de octubre encontrarán a los opositores (para citar la conocida profecía de Juan Domingo Perón) unidos o dominados?

Hay, paradójicamente, una certera incerteza: estas no son, ni remotamente, las mayores ni las más importantes incertidumbres por enfrentar a estas altura de la modernidad.

Ante el desafío de consagrar una sociedad más justa, asistimos al derrumbe irrefrenable de la reducción de las desigualdades. Se desmorona sin remedio la certeza de que se construiría un mundo más equitativo a partir de la caída de los muros, del cese de la Guerra Fría, del avance irrefrenable de la ciencia, y de la “ola democrática” y del florecer de las libertades en todos los continentes. Con todas las maldiciones sociales que semejante angustia encarna.

El progreso

“El ascenso de las incertidumbres” es el libro que publicó en 2009 el sociólogo francés Robert Castel. Allí advirtió que en la década del 60, cuando él era un treintañero, el “progreso social” era una idea en la cual creer. No era un concepto, sino una vivencia hecha de proyectos concretos. Se obtenía un trabajo asalariado, se podía contraer un crédito para volverse propietario de la vivienda en 20 años y, sobre todo, se podía mejorar la condición de vida de los hijos, mediante el trampolín social de la universidad. Es decir, uno no viviría mal y a la descendencia le iría mejor. Ya en el siglo XXI, en cambio, el 76% de los franceses temía que, comparado con su situación de hoy, el porvenir de sus hijos sería inferior.

¿Siempre hubo desigualdad? Sí. Pero conviene no anotarlo como ese mantra argentino de los que predican que “siempre hubo pobres”. En primer lugar, porque la literalidad de la expresión indica que en este país la evolución natural es varias veces más veloz que la evolución social. Pero, sobre todo, para no caer en la trampa semántica de confundir desigualdad con pobreza. Hay países que, según circunstancias históricas, pueden ser más pobres o menos pobres¬. La desigualdad, por el contrario, es la brecha que separa a ricos y pobres en una misma nación. En la Argentina, el 10% de la población más rica ya gana 21 veces más que el 10% de la población más pobre. Y eso para hablar de promedios y no de particularidades.

Por ejemplo, la vicepresidenta Cristina Fernández, ahora que la Justicia Federal la habilitó a cobrar su pensión como ex Presidenta junto con la de su marido, el ex presidente Néstor Kirchner, ganará $ 2 millones por mes (según consignan los medios nacionales), que es unas 100 veces más que el salario mínimo ($ 20.558) y unas 105 veces que la jubilación mínima ($ 19.035). Para los abuelos, reforma previsional. Para la ex mandataria, $ 100 millones de retroactividad por las pensiones no cobradas como viuda de un ex jefe de Estado.

Las consecuencias de que los pobres ganen 21 veces menos que los ricos son descomunales. El “Coeficiente de Gini” mide, entre 0 y 1, la igualdad absoluta y la desigualdad total. Y en EEUU le asignaron a cada dígito que se despega de 0 un delito imperante: progresivamente, hurto, robo, robo a mano armada, homicidio en ocasión de... La lección es que hay países más pobres que son más seguros porque la inseguridad no es hija de la pobreza, sino de la desigualdad.

Aclarado ello, dice Castel que el ya extinto capitalismo industrial tenía “un compromiso”. Era “una gestión regulada de las desigualdades”. No fue hace mucho, sino hasta mediados del siglo XX, cuando “las desigualdades se convierten en el corazón de la cuestión social”.

Reconoce Castel que siempre hubo desigualdades. “Pero las condiciones del amo y del esclavo, o del señor y el siervo, no son desiguales sino que son irreductibles: son tan masivas que aparecen como datos naturales que no se pueden tocar”. En el origen de la industrialización, esos abismos se mantuvieron entre el proletario y el patrón: el marxismo lo denunció, planteó la lucha de clases y profetizó la revolución como única alternativa.

Pero, dice el pensador galo, aparecieron los que querían otra realidad sin la revolución: los reformistas. Execrados como “traidores” por los revolucionarios, ellos racionalizaron el conflicto y planteaton que el objetivo no era la lucha final sino la distribución de los beneficios del crecimiento. La meta es que cada categoría social mejore su situación y consolide sus conquistas con salarios que mejoren progresivamente. Eso y un derecho al trabajo que reduce a arbitrariedad patronal, así como la protección contra los avatares de la vida: la enfermedad, el accidente y la suspensión del trabajo por edad (jubilación). “Esa es la lógica del compromiso social del capitalismo industrial”, define Castel, quien no niega que su construcción se jalonó sobre luchas que, más que reformistas, fueron revolucionarias.

El resultado, agrega, no fue menor. El asalariado ya no trabajó sólo para empleador: como parte de su actividad (los aportes) volvía a él para financiar la seguridad social, también estaba trabajando para sí mismo. Y para los suyos.

El articulador

De eso ya no hay en la Argentina. Lo explicó, también a finales de la primera década de esta centuria, Ernesto Kritz (1943-2013) durante un ciclo de conferencias organizado al cierre de la presidencia de Néstor Kirchner, en 2007. En los “Debates en la cultura argentina”, el economista postula que el trabajo funcionaba, tras las dos grandes guerras mundiales, como un organizador social. Es decir, hasta la Argentina de los 80, acaso, la más baja de las clases sociales es la “clase obrera”: como sus miembros tienen un empleo, no son desclasados.

La actual mención a  una “clase pobre”, en cambio, exhibe que ahora al lugar en la sociedad lo asigna meramente la capacidad de consumo. Si el capitalismo industrial pretendía que “somos lo que hacemos”, el que sobrevino impone que “somos lo que podemos consumir”.

Kritz lo cristalizó: sin trabajo, hace 50 años, no se podía salir de la pobreza. Hoy, con trabajo, son millones los que tampoco pueden lograrlo. Este hecho determina que progresar dejó de ser una idea colectiva para convertirse, meramente, en una persecución individual.

Lo notó Martín Caparrós cuando el país estalló en 2001 gracias a la Alianza. En su libro “Qué país” contó que su hijo le había narrado un chiste en el que “Jaimito” ya no era un “vivo”, sino un pobre. El cuento era que la maestra preguntaba que habían comido y Jaimito respondía “mate cocido” y se le reían. Al día siguiente, miente: “salchichas con puré”, inventa. Y la maestra la pregunta cuántas salchichas comió. “Dos tazas”, contesta él. El chasco, se alarmó Caparrós, revelaba que la pobreza ya no era un mal social, sino una vergüenza individual.

En el mismo ciclo de conferencias de la Secretaría de Cultura de la Nación se organizó una mesa panel sobre “la solidaridad”. Graciela Ocaña, por entonces a cargo del PAMI, expuso una encuesta de la AFIP según la cual el 80% de los consultados se reconocían transgresores de las normas, a la vez que se reivindicaban como un grupo social solidario. “La contradicción reside en que un aspecto básico de la solidaridad es tomar en cuenta al otro, y violar las normas implica una profunda desconsideración por nuestros congéneres”, contrastó.

Claro está, la solidaridad de los argentinos ante una catástrofe siempre aparece de manera emocionante. Pero ello revela que esa solidaridad, ahora, es sólo un valor emergente en situaciones extremas. Ya no es un compromiso colectivo permanente.

La derrota de la solidaridad como un activo social permanente dio lugar a la violación de una norma fundamental y fundacional: la igualdad.

La plegaria

“Si a uno le interesa la promoción de la solidaridad, debe saber que es necesario, primero, que podamos reconocernos como iguales, como tripulantes del mismo barco”, esclareció el jurista argentino Roberto Gargarella, cuando llegó su turno en los “Debates en la cultura argentina”.

Pero hoy, aquí, lo cierto es que todos navegamos en la misma tormenta, pero a bordo de diferentes naves. Sin que importe demasiado la suerte de las otras embarcaciones.

El constitucionalista acuñó, para la posteridad, una definición señera de la igualdad ante la ley: el origen de una persona no será su destino. Sólo una sociedad solidaria puede hacerlo real.

En el país donde, según la última estadística oficial, el 56% de los niños es pobre, el apotegma de Gargarella se presenta, antes que como deseo de Año Nuevo, como una desesperada plegaria laica por la argentinidad. De lo contrario, ¿qué clase de país es aquel donde uno de cada dos niños nacerá, vivirá y morirá irremediablemtene en la pobreza?

Empieza el año de las incertezas, en el país enfermo de incertidumbre como nación.


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