La certeza en el año de la peste

La certeza en el año de la peste

Desde la perspectiva histórica es difícil determinar si la pandemia marcará el inicio de una nueva era. Pero algo es seguro: la esperanza de un cambio va cobrando forma.

Cuando 2020 era un recién nacido y la pandemia ocurría en otro lado y sus muertes eran ajenas, surgió, provocativa, la pregunta de si no estábamos ante el verdadero comienzo del siglo XXI.

Esa cuestión responde al canon de periodización que acuñó el historiador marxista inglés Eric Hobsbawm: el XIX fue un “siglo largo”, que nace con el ciclo de la Revolución Norteamericana (1776) y la Revolución Francesa (1789), y culmina con la Primera Guerra Mundial (1914-1918); mientras que el XX fue un “siglo corto”, que arranca con la Gran Guerra y muere con la caída del Muro de Berlín (1989) y la disolución de la URSS (1991).

Ahora, cuando 2020 camina con bastón y la covid-19 está entre nosotros y sus muertes son nuestras, emerge inquietante el interrogante de si, acaso, no ha comenzado una nueva era histórica. Si no vivimos el fin de la Edad Contemporánea.

La pregunta no es menor. El mundo, que era cada vez más pequeño y abierto, se cerró en lejanas fronteras. El trabajo presencial devino teletrabajo. Y los besos y abrazos quedaron en los mensajes de WhatsApp. Llegaron los barbijos y cambiaron las normas del trato social. La virtualidad se volvió real. La idea de una sociedad de personas voluntariamente aisladas que se vinculan con sus afectos por medio de pantallas, como vislumbró Isaac Asimov en “El sol desnudo”, dejó de ser ciencia ficción.

Abundan los diagnósticos de que el coronavirus gesta en la humanidad (sin distinguir entre oriente y occidente, ricos y pobres, genotipos, géneros ni ideologías) cambios que, con el tiempo, modificarán la forma de vida que conocemos ahora. O sea, el principio del final de “la manera contemporánea” de consumir, interactuar y contaminar.

Esa esperanza de cambio promete ser verdad en la distancia. Dimensionar un momento histórico del que se es protagonista es un albur. Difícilmente, quienes en 1453 vieron la caída de Constantinopla tuvieron conciencia de que asistían al final de la Edad Media.

Contra esa expectativa un interrogante se erige inquisidor: verdaderamente, ¿qué hay de nuevo? Todavía era el siglo XX cuando el sociólogo británico Anthony Giddens, frente a la fiebre de la postmodernidad, planteó las “discontinuidades” de esta edad histórica con la anterior. Primero, la velocidad excepcional del cambio, evidenciada en la tecnología. Segundo, el ámbito del cambio.

“La interconexión que ha supuesto la supresión de barreras de comunicación entre las diferentes regiones del mundo ha permitido que las agitaciones de transformación social estallen prácticamente en todo el planeta”, anotó. Tercero, la naturaleza intrínseca de las nuevas instituciones. “El sistema político del Estado-nación, o la dependencia generalizada de la producción a partir de fuentes inanimadas de energía, y la completa mercantilización de los productos y del trabajo asalariado, simplemente no se dan en anteriores períodos históricos”. Giddens concluye que no hay nueva era: sólo vivimos las “consecuencias de la modernidad”.

Abrazar la convicción de que “hay un antes y un después” de la covid-19 es un acto de resistencia. Vivir en “una época de repetición”, advierte el epistemólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, “permite producir la única teoría de la historia verdaderamente burguesa: el fin de la historia”. Si ya no hay historia por venir, entonces el tiempo es una reiteración infinita de los poderes dominantes.

A contrapelo, “el orden social que emerge de la modernidad es capitalista”, subraya Giddens. Y como ironiza el filósofo marxista norteamericano Fredric Jameson, hoy a muchos les resulta más fácil pensar en el fin del mundo antes que en el final del capitalismo.

El pesimismo es injusto. Tan injusto como el optimismo. Esa es la certeza del año de la peste.

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