Diego Armando

Diego Armando

Su apellido, en cada párrafo al 10.

Mucho más que la crisis institucional, que el dolor de la pandemia, que la preocupación por la economía, que la pena del hambre y que el terror a la inseguridad. Otra vez, una más, como en decenas de ocasiones, tapaste todo con tu estrella brillante, potente. Al menos por un instante o por algunas horas, borraste esos pesares para cambiarlos por el que provoca tu partida. Otra vez, todos te piensan, te siente y te recuerdan. Hasta los que se olvidaron del ancla del 2020 sólo para insultarte están bajo el efecto del trance que provoca tu partida.

Amor por todo. Y odio. La mezcla de ingredientes que lejos de ser polos opuestos se fusionan en la cotidianidad con tanta naturalidad como florecían tus gambetas. La pasión por una argentinidad de la que te convertiste en ícono, plasmada en el desenfado de tus piruetas y en la irreverencia de tus palabras, se entrelazan con la antipatía que generaban tus desbordes, tus adicciones y tu vida que parecía infinita. Ni amor ni odio o, como dijo el gran Eduardo Sacheri, en su magnífico cuento “Me van a tener que disculpar”: no se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto. Hipócrita y eterna grieta argentina.

Raro poder sentenciar con una vara justa a quien se le exigió que fuera ídolo en todo. Porque para los argentinos no basta con que seas un barrilete cósmico que nadie sabe de qué planeta viniste con la pelota a tus pies. También tenías que ser perfecto en el cemento, superlativo en la vida y políticamente correcto. Aquí, a los superhéroes, se les exige lo que no a quienes sí deberíamos: no importa si los políticos roban, pero hacen; no interesa que la Justicia sea bizca; no hay problemas con que la corrupción mate; no se pide idoneidad ni corrección a políticos y dirigentes. Ellos pueden ser malos dentro o fuera de la cancha.

Agarrar tu figura era más difícil que atrapar la sombra de Peter Pan, porque volabas como un águila por la cancha mientras tu cuerpo se movía como un ballet que creaba una coreografía instantánea, única, que no se repetía y que embobaba a contrincantes, compañeros y espectadores por igual. Sí te atraparon los de aquí, los demonios que fueron rasgando de a poco tu humanidad hasta convertirte en harapos. Te dejaron seco. De talento, de dinero, de amor, de entereza. La “maldita cocaína”, el Mundial del ‘86, los programas de TV, las mil cámaras siempre apuntándote. El todo vale para el Diego. Te rompimos.

Dominio absoluto en tus pies que te dieron todo, pero que te volvieron indómito cuando el hechizo de 90 minutos se esfumaba. Como lo dijo tu compañero, el señor Jorge Valdano: hay algo perverso en una vida que cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió: por un lado, Diego; por el otro, Maradona. Fin del comunicado para una sociedad fanática del dedo acusador.

Ojos negros tristes, profundos, traicioneros. Miraste con ellos el mundo a tu antojo: te sentaste con Fidel, te reíste con Chávez, te peleaste con Bush, te amigaste con los Kirchner, te mofaste de Macri, te plantaste ante la AFA, te enfrentaste a la FIFA, te mezclaste en mil amores, te caíste decenas de veces y te arrojaste solo al abismo mil más. Y muchas más te pisamos. Porque en el granero del mundo sólo admitimos lo grande, apenas miramos la paja en el ojo ajeno y nunca aceptamos ninguna verdad que no sea la que nosotros vemos. Fundamentalismo bien criollo.

Nadie escapó a tus dotes de genio de la lámpara. Alcanzaba con apenas rozar el aire que respirabas para que el unicato de los discursos fueran sobre vos. Por lo bueno, por lo malo; aquí o en los países árabes. Esa imposibilidad de ser invisible exacerbó tus defectos, aunque no tus virtudes de mago mayor en el 11 contra 11. Tu vida licenciosa, tus adicciones a las drogas, al alcohol, a las pastillas y a la fama te convirtió en un ángel caído. Todo lo malo eras vos, para muchos, porque a los Aladinos se los descarta después de que te conceden los tres deseos.

A la “Mano de Dios” la llevamos en el corazón, porque, si bien tramposa, pareció llevar justicia divina a la más cruel de las piraterías inglesas: robar Las Malvinas. A tus goles los gritaron con emoción en el mundo entero, con picos en la escala de pasión en Nápoles y en Argentina. A tus caprichos lo sufrieron todos. A tu soledad, solamente vos. La que dejás a quienes aquí seguimos, juzgándote, mereciéndote, odiándote, amándote desde el egoísmo de quienes no pueden comprender la imperfección de un mundo poblado de seres defectuosos. Será por eso que resumís tanto de lo que somos. Sos el blanco en el cual hacer centro, porque es más fácil pincharte tus tobillos que admitir que la vida a todos nos pesa.

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