Cuando volvió de Vietnam, en 1970, donde había estado dos años patrullando la frontera con Camboya en el río Mekong, Don Rypka supo que tenía que encontrar alguna forma de contar el horror que había vivido para que no ocurriera nunca más.
Más por destino que por elección, el fotoperiodismo le dio las herramientas para que él pudiera intentar "curar las heridas", como él mismo definió a un reportaje de su autoría que hizo en 2000, y al que tituló "Vietnam, 30 años después". Hoy, este fotoperiodista estadounidense reconocido con un Premio Pulitzer por su foto al atentado al presidente Reagan, y Primer Premio de World Press Photo durante tres períodos, enfatiza que sin ética no hay práctica periodística (ni fotográfica) que valga.
Veterano en coberturas bélicas -cubrió conflictos en Nicaragua, Medio Oriente y Malvinas, donde sufrió fuertes presiones de censura por parte de los militares argentinos-, Rypka les reclama a los medios de información que equiparen sus demandas en favor de la libertad de expresión con un ejercicio del periodismo "con responsabilidad social".
Por reclamos de ese tipo, este fotoperiodista nacido cerca de Washington, que en 1987 se radicó por amor en la Argentina y que fue editor fotográfico del diario "La Nación", hoy reivindica espacios alternativos para publicar la producción que no encuentra espacios de publicación.
Entre esos ámbitos, Rypka rescata la agencia regional Sudacaphotos (www.sudacaphotos. com) que él integra con Julio Pantoja, entre otros socios, y que provee a medios americanos y europeos, y al propio Banco Mundial.
Rypka -que participará activamente de la Primera Bienal de Fotografía Documental, que se inicia hoy en Tucumán- cuenta que está entusiasmado tratando de narrar con su lente la experiencia de IMPA, una fábrica que había bajado las persianas y que volvió a funcionar, reciclada por los empleados.
-¿Cómo se inició en la fotografía?
-Mi madre era pintora. Y en 1964, cuando yo tenía 14 años, me regaló una camarita, una Kodak instamatic, para ir a una feria mundial que se hacía en Nueva York. Saqué mis fotos, Y cuando volví, mi mamá me habló de mi manera de componer. Me dijo que yo tenía una idea de la importancia de la luz en mis fotos que no era común. Cuando terminé el secundario, esa misma semana recibí la famosa carta del Tío Sam, que me daba buenas y malas noticias. La buena noticia: "vas a conocer el mundo". La mala era dónde. Estuve dos años en Vietnam, como soldado. Y cuando volví, mi cabeza ya no estaba para ir a la universidad. Quise vivir. Y sentí la necesidad de contar los horrores que experimenté durante la guerra, con la esperanza de que si yo contaba eso, algo podría cambiar en el futuro.
-¿Cómo maneja el fotógrafo su conmoción interna frente a la violencia extrema?
-Siempre la necesidad de sacar fotos es más fuerte. En el momento en que estoy trabajando, no estoy tan consciente de lo que estoy fotografiando, sino que pienso en mis técnicas fotográficas. Cuando revelo mi película, y empiezo a hacer fotos, ahí empiezo a captar. Mientras tanto, es como estar en el cine; estoy en otra cosa, buscando composición, buscando el momento, aquello que me conmueva para construir cada foto que hago. Pero el shock viene después.
-¿Se plantea un dilema ético al momento de retratar la muerte?
-No es un error, no es perversión retratar la muerte, sino un deber. Yo no fui la causa de la muerte; es mi deber mostrar la muerte causada por los otros, e investigar las causas, para que no pase más. Debo ver cómo la presento. Puedo presentarla de una manera perversa o con dignidad, con una idea de cambiar. Retratar la muerte, documentarla, es una obligación. Gracias a las fotos de la muerte en Vietnam, en Estados Unidos se cayó un presidente, cambió la idea sociológica de que los grandes -los que manejan el país- siempre tienen razón. Y eso cambió porque estaban transitando diariamente con la muerte, y dividió al país. Imagínese lo que habría pasado en Argentina si hubiese habido una cobertura de la dictadura, con todo lo que ello implicó.