Apariciones y muertos: vueltos a la vida en la pluma de Carlos Páez de la Torre

Apariciones y muertos: vueltos a la vida en la pluma de Carlos Páez de la Torre

Dos relatos de “ultratumba”. Uno se trata de un curioso episodio ocurrido a comienzos del siglo XIX en lo que era la iglesia Matriz de Tucumán, y que tuvo entre sus protagonistas al célebre obispo Eusebio Colombres. El otro narra el suceso de un valiente que se atrevió a enfrentarse con un supuesto “aparecido”, al que terminó ayudando.

 Calle del naciente de la hoy Plaza Independencia, a fines del siglo XVIII. Al fondo se puede ver el aspecto que tenía la iglesia Matriz (ahora Catedral). Reconstrucción de Jung. Calle del naciente de la hoy Plaza Independencia, a fines del siglo XVIII. Al fondo se puede ver el aspecto que tenía la iglesia Matriz (ahora Catedral). Reconstrucción de Jung.
02 Noviembre 2020

Misas misteriosas y un ánima en pena: aparecidos en las tradiciones tucumanas

“El clérigo de las misas. Tradición tucumana”, se titula un texto de 1899 de Pablo Lascano (1854-1925). Cuenta que se lo narró un viejo sacerdote. Según su relato, el asunto ocurrió en San Miguel de Tucumán a comienzos del siglo XIX. Cierto día, el sacristán de la antigua Iglesia Matriz (hoy Catedral y en un edificio diferente), informó al párroco José Eusebio Colombres (luego obispo) que “con la última campanada de la doce de la noche, sentía ruidos extraños, como de cajones que se abrían, en la sacristía”. Un día se animó a asomarse, y vio que un sacerdote totalmente desconocido trajinaba con los muebles. El párroco Colombres llamó a otros tres sacerdotes, los doctores José Agustín Molina, José Ignacio Thames y Lucas Córdoba, para que hicieran la guardia esa noche, en camas que instalaron en el presbiterio del templo. Al sonar la última campanada de las doce, oyeron el ruido de cajones, se prendieron dos cirios del altar e ingresó un sacerdote con todos sus ornamentos. Ofició misa y desapareció. 

Estupefactos, se dieron cuenta de que era el mismo que había muerto hacía cinco años. Si bien acordaron guardar el secreto, les pareció que estaban ante un alma en pena a la que era preciso calmar. Pensaron -recordando un caso similar de Catamarca- que acaso el difunto había recibido dinero por misas que nunca llegó a rezar. Acordaron entonces que el doctor Córdoba hablaría con la parentela de gente rica y distinguida. “La familia, tocada en sus sentimientos más caros, abrió la bolsa e hizo cuanto le fuera indicado para salvar a su deudo en pena”. Hubo entonces “misas a granel, con gran contentamiento de los fieles y de las comunidades religiosas”.

Otra historia por el estilo oyó Miguel Ángel Penna en su niñez, de boca de unas señoras viejas. La narró en la revista “Estampas del Norte”, en febrero de 1952. Cuenta que, luego del fallecimiento del abogado tucumano Vicente Lezana (1803-1880), el aterrorizado vecindario de su estudio vio que el finado llegaba allí todas las noches en su volanta de dos ruedas. Se sentaba al escritorio, escribía, ordenaba papeles y, en su coche, desaparecía al amanecer. Un corajudo del barrio, armado con pistolas y daga, se resolvió a enfrentarlo. El finado le dijo que debía arreglar asuntos que tenía pendientes y que, para dejar de penar, era necesario que alguien lo ayudara, pero desinteresadamente. Le ofreció ese rol y el corajudo aceptó. Durante dos noches, Lezana arribó en la volanta y siguió con sus papeles. La segunda noche, antes de salir, entregó una hoja al corajudo. Mirándolo fijamente, le dijo: “Cumple con lo que mando en este papel y habrás hecho una buena acción. Si procedes como te lo indico, me iré al lugar al cual Dios me envía; si no, seguiré penando”. Luego, subió a la volanta y se esfumó. El papel indicaba “tapado” de monedas de oro enterrado en el fondo la casa, y disponía entregar cuatro quintas partes a unos menores: la restante era mitad para misas por su alma y mitad para el corajudo como retribución. Este cumplió las mandas y “el paso de la volanta del doctor no volvió a turbar el sueño de los vecinos”, escribe Penna.

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