La biología del placer

La biología del placer

Por Inés Páez de la Torre.

18 Octubre 2020

Desde la biología, la conducta sexual está asociada con la actividad de las células del hipotálamo: esta pequeña porción de tejido cerebral desempeña un papel crucial y complejo en la regulación de comportamientos “instintivos”, como comer o hacer el amor. Presente también en varios organismos inferiores, se desarrolló mucho antes que las estructuras cerebrales que controlan procesos de pensamiento más elevados en los humanos, como ser la memoria y el lenguaje.

Entre otras cosas, regula los niveles de testosterona, la hormona que interviene de manera clave en la respuesta sexual, en especial en relación al deseo, tanto en hombres como en mujeres. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en animales, no siempre se observa una perfecta relación entre los niveles hormonales y la conducta sexual de los humanos.

Existe otra clase de sustancias que están relacionadas con la conducta sexual: los neurotransmisores, mensajeros que transmiten información de una célula a otra en el cerebro. Uno de los pioneros del estudio de la neuroquímica del amor y del sexo fue Michael Liebowitz, de la Universidad de Columbia. Trató a varios pacientes que tenían un patrón “enamoradizo” y tendían a elegir parejas inadecuadas, por lo que terminaban siendo rechazados; al tiempo volvían a reproducir el mismo patrón de comportamiento. Liebowitz intuyó que estas personas podían tener en el cerebro niveles inadecuados de una sustancia química asociada a los sentimientos de euforia y júbilo, de estructura similar a las anfetaminas: la fenilethilamina (o PEA). Así, un bajo nivel crónico de esta sustancia -que el cerebro produce de manera natural- podría inducir a buscar el entusiasmo asociado con las aventuras románticas y sexuales. Para tratar a sus pacientes, el psiquiatra les administró inhibidores de MAO, una clase de PEA, y varios neurotransmisores como dopamina, serotonina y norepinefrina. Después de seguir el tratamiento, un número considerable “dejó de buscar amor donde no les convenía”, bien por sentirse cómodos sin pareja o por buscar el amor de un modo más racional. Como si ya no necesitaran la excitación pseudoanfetamínica asociada al enamoramiento.

Investigaciones posteriores apuntaron a que, además de la PEA, la oxitocina y la vasopresina también desempeñaban un papel significativo en el sexo y el amor: tanto en los hombres como en las mujeres, los niveles en sangre de esas hormonas aumentan durante la excitación sexual y la eyaculación.

La secreción de oxitocina cumple además un papel en el desarrollo de los lazos emocionales que propician la monogamia y hasta el cuidado de los hijos, fenómeno investigado por Larry Young y sus colegas de la Universidad Emory de Atlanta.

Helen Fisher, antropóloga y bióloga estadounidense de la Universidad Rutgers, sostiene que estos sistemas neuroquímicos del cerebro se desarrollaron para favorecer la atracción y el apareamiento de los individuos, como un medio para mantener la pareja unida durante el tiempo suficiente para engendrar y criar un hijo durante toda su infancia.

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