Nos manipulan, lo aceptamos y “nos gusta”

“Lo hicimos con la mejor de las intenciones, no sabíamos en lo que se convertiría”, confiesa Justin Rosenstein, uno de los creadores del botón Me Gusta de Facebook. Ese “lo que se convertiría” resume la inabarcable cantidad de gente que se angustia, se deprime o, directamente, se suicida, en función de la cantidad de likes que reciben sus posteos. Rosenstein, como el resto de los entrevistados en “El dilema de las redes sociales”, habla con una mezcla de resignación y de culpa que la cámara sabe capturar. Los protagonistas de este imprescindible documental de Netflix provienen de las entrañas de Silicon Valley. Fueron responsables en el desarrollo de Google, Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp, YouTube, Pinterest. Revelan lo que se callaron durante mucho tiempo, nada que no se haya dicho o supuesto, pero que en boca de los padres de la criatura suena distinto. Más real. Más profundo. Comprobable.

Por eso, todo lo conspiranoica que suena “El dilema de las redes sociales” va amortiguándose en función de la autoridad de las voces que explican cómo y para qué la humanidad vive sometida a pavorosos niveles de manipulación.

Ahí está la clave, en el para qué.

Las redes sociales tienen usuarios, no clientes ni visitantes. Usuarios. Sólo en otro ámbito, a nivel internacional, se emplea el concepto de usuario: en el de las drogas. Porque las redes, explican Rosenstein y sus camaradas, están pensadas, básicamente, para generar adicción. Pero claro, no sabían en lo que se convertirían.

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La lógica de las redes, y esta no es una enseñanza que dependa de un documental, está tan por encima de las coyunturas políticas como los satélites que flotan alrededor de la Tierra. Un terremoto o un tsunami no les mueve las antenas. Lo que las redes necesitan es, simplemente, mantener a los usuarios pendientes de ellas. Por eso la grieta les conviene en Argentina, en Estados Unidos o donde sea.

Es falso que su función sea dividir a la comunidad a partir de una presunta naturaleza de agentes del caos. La explicación es mucho más sencilla: los contenidos dedicados a agrandar la grieta generan más atracción y eso se traduce en tiempo frente a la pantalla. Si fuera al revés, si la armonía social fuera capaz de mantener los niveles de adicción, las redes estarían inundadas de esa clase de mensajes. Las redes no juegan para los K ni para los anti K, juegan para sí mismas gracias al algoritmo, esa herramienta que Silicon Valley pule a diario con un esmero propio de los mejores orfebres.

“Todos los que piensan que votar es una pérdida de tiempo deberían ver este film”, escribió Peter Bradshaw en el diario inglés The Guardian. No hablaba de “El dilema de las redes sociales”, sino de “The great hack”, otro documental ineludible en el que queda clarísimo que la privacidad, si alguna vez existió, es cosa del pasado. Por más que Facebook y Cambridge Analytica pidan perdón.

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Será que veníamos errados en la premisa de base, convencidos de que la meta de Facebook y compañía era recoger nuestros datos para vendérselos al mejor postor. La ecuación, detalla la razonable explicación de “El dilema de las redes sociales”, es al revés.

No somos consumidores de productos.

Nosotros somos el producto.

El documental es contemporáneo con una extraordinaria serie llamada “Devs”, estrenada por la plataforma Hulu y emitida estos días por el cable. El creador de “Devs” es Alex Garland, director de “Ex Machina”, para quien la frontera entre la ciencia ficción y la realidad es de lo más imprecisa. La protagonista de “Devs” es una supercomputadora capaz de predeterminar nuestros actos con una precisión del 100%. Para eso, claro, necesita contar con los datos de cada individuo.

Esa demolición del concepto de libre albedrío, según los entrevistados en “El dilema de las redes sociales”, ocupa el centro de la escena. Apuntan que las inteligencias artificiales están orientadas en ese sentido y que cada día es una prueba que va afinando el modelo. Entonces pensamos cuánto nos gustaría comprar un par de zapatillas y en ese momento recibimos una alerta con ofertas de zapatillas. El error es suponer que se trata de estrategias de marketing basadas en nuestros gustos y elecciones y procesadas por un algoritmo. Eso, a fin de cuentas, tranquilizaría un poco a quienes se procupan por esta clase de cosas. Pero no. Se trataría de pura predeterminación.

Esto sí es aterrador.

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Hay otras cuestiones, más conspiranoicas y por ende divertidas, que de todos modos no dejan de llamar la atención. Por ejemplo, la revelación de que gente como Mark Zuckerberg perdió la capacidad de controlar la inteligencia artificial que ha creado, sencillamente porque es imposible hacerlo. Son millones y millones de datos almacenados a diario en monstruosos servidores que palpitan bajo la tierra o bajo el mar. ¿Y qué pasará cuando Google tome conciencia de su propia existencia? (¿es inevitable que suceda eso?) ¿Operaría como el SkyNet de “Terminator” y decidirá borrarnos del mapa en una millonésima de segundo?

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El ejemplo del Me Gusta de Facebook puede aplicarse al filtro para las fotos de Instagram. ¿Quién hubiera pensado que generaría niveles de obsesión tan peligrosos como para dinamitar la autoestima? En la vida real los “filtros” son cosa de cirujanos plásticos. En la virtualidad se convirtieron en un arma de doble filo, cuyas principales víctimas son los jóvenes. Todo esto a cuento de lo que viene y que es donde “El dilema de las redes sociales” se pone en plan “Black Mirror”. En estos casos siempre conviene advertir que mucho de lo anticipado por Ray Bradbury y Philip K. Dick en sus historias se hizo realidad o va en vías de serlo.

La transición social y tecnológica, nunca tan acelerada en la historia de la humanidad, invita a asomarse el mundo que viene. Ese es el mundo que está siendo configurado por las redes y cuyos actores-usuarios son los chicos de hoy. Las generaciones actuales, incluidos los millennials -que para estas cosas ya están viejos-, no somos más que conejillos de indias. Hay un futuro aguardando a los verdaderos nativos digitales, los que nacieron con el smartphone en la cuna; un futuro en plena construcción que propone una adicción absoluta a las pantallas, distinta a como podemos pensarla hoy.

Y hay un dato anexo, llamativo y que a muchos puede pasarles inadvertido. Todo esto fue obra de un grupo de innovadores, mayormente ingenieros, varones, blancos y de entre 25 y 40 años. Un mazazo para cualquier idea de diversidad.

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La cuestión, volviendo a las redes, es si todo esto importa. Si las noticias falsas, las campañas de odio, la desinformación y la manipulación son temas que la sociedad está dispuesta a plantearse seriamente. Si disfrutar y aprovechar todo lo positivo que proporcionan las redes (desde los encuentros de amigos y familiares a la distancia hasta la donación de órganos o, tan necesaria en estos tiempos, de plasma) implica subordinarse al resto como si se tratara de efectos colaterales.

En este caso, ceder la iniciativa renunciando a la búsqueda de lo que quede de verdad, por más pequeña que sea esa parcela entre tanta tergiversación, manipulados y distraídos por las alertas que no dejan de repiquetear en la pantalla, tiene consecuencias que están a la vista. El problema es que afrontar esas consecuencias es incómodo, riesgoso y significa nadar contra la corriente.

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También hay posturas extremas, pero audaces. Le preguntan a Simon Reynolds, mezcla de periodista y cientista social, qué significa ser alternativo hoy. Cuál sería el equivalente al under, a lo contracultural. “No estar en Internet”, resumió.

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Les preguntan a los exgurúes de Google, de Facebook, de Twitter, de Instagram, de YouTube, si hay salida. Y todos, al responder que sí, coinciden en la apreciación: regulaciones. Si las redes no se autodepuran -y no muestran ningún interés en ese sentido- debe haber leyes que las obliguen a hacerlo. Límites para la mentira y la manipulación, pedidos por los históricos abanderados de la desregulación absoluta de la virtualidad. Gente que se dio cuenta del error y explica, más allá del pesimismo que transmiten, que estamos a tiempo.

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Con lo que llegamos a la misma situación de Neo en “Matrix”. Podemos tomar la pastilla roja o la azul. La humanidad elige.

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