El genio insuperable de Beethoven

El genio insuperable de Beethoven

Ayudó a crear y dar forma a lo que los eruditos dieron en llamar el “clasicismo romántico”. Nació el 16 de diciembre de 1770 en Bonn, Alemania. Era descendiente de holandeses, un niño como todos, dispuesto a jugar y correr pero poco a poco, con años y años de tesonero trabajo mostró su talento. A los 14 años, por ejemplo, escribió el boceto original que se convertiría en el Concierto número dos para piano y orquesta.

13 Septiembre 2020

Por Daniel Muchnik

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

Beethoven abrió los ojos por primera vez cuando el tiempo de Bach y el de Vivaldi ya había concluido. Descendía de padre y abuelo músicos frustrados, al punto que su abuelo Louis concluyó su ciclo vital como tabernero. A medida que su genialidad crecía, Ludwig van Beethoven fue mostrando talento encerrado en una personalidad de difícil comunicación con los otros. Era vanidoso, huraño, solitario, de pocas palabras, impetuoso y muy competitivo.

El padre, un fracasado, se dedicó a la bebida. Por esa adicción llegó a vender en el mercado todos los vestidos de su mujer para seguir con su adicción. Beethoven siempre habló de su madre con ternura y emoción. De su padre -la causa principal de sus desgracias domésticas- hablaba poco y de mala gana. Para varios investigadores es falso que la sordera de Beethoven haya sido provocada por castigos de su padre en su cara y en sus orejas. Esa sordera, que será definitivamente su patrimonio, surgió a partir de una enfermedad no explicitada que lo abrumó toda su vida. Pero con sordera y lo demás, cerca del 50% del total de su creación fue compuesta en soledad y sin ningún ruido, estoicamente. Las cuerdas eran de tripa de cerdo o de oveja, trabajadas para el fin musical. Por lo tanto sonaban distinto a la actualidad.

La sordera emergió en Viena, en momentos de éxito. Fue un mal inexplicable.

Fundada a mediados del 1700, la joven Universidad de Bonn, donde Beethoven estudió, estaba particularmente abierta a la propaganda revolucionaria. Voltaire y Rousseau eran estudiados con un vértigo por la primera y segunda juventud. Paralelamente eligió profesores de libre pensamiento que rechazaban la presión de la Iglesia, y formaban parte de la masonería. Para entonces ya se destacaba como virtuoso del clave, el “padre” de ese otro instrumento que se convirtió en piano como lo conocemos en la actualidad.

Maestros e influencias

En 1792 llegó a Viena, la fastuosa capital del Imperio poseedor del Centro de Europa, con una carta de presentación de una autoridad -el conde de Waldestein- más el visto bueno del maestro Haydn, que lo escuchó, asombrado, en un banquete en Bonn. Se lo conocía por sus Sonatas juveniles para clave escrita en 1783, que fueron un golpe de efecto.

En esos años los músicos, si no estaban protegidos por familias ricas hacían vida de sirvientes, entraban y salían por la puerta de servicio, comían con mucamos, empleados y cocineras. Para escapar a ese estado de zozobra tenían que ser muy talentosos y creativos. Un ejemplo fue el gran Haydn, al servicio de un noble, Nicolás Esterhazi, quien lo protegió gran parte de su vida.

Beethoven se perfeccionó con Haydn, a quien admiraba, aunque pasado un tiempo compitió con él y con 300 pianistas que lidiaban por protagonismos en salones o en pequeños teatros.

Los pianistas virtuosos eran considerados como “rarezas”. Los empresarios alabaron y mimaron a Mozart hasta que lo consideraron “decadente”. Beethoven admiraba a Mozart; tomó en cuenta su técnica de composición, el diálogo entre el instrumento y la orquesta y todo eso está presente en su Concierto para piano y orquesta número uno. Y en la primera y segunda sinfonía.

Todo en Beethoven es pasión, también una profunda melancolía, pero cuando tuvo algo que decir o expresar algo lo hizo con una gran entrega. No en vano su imagen en el público espectador es de un toro que embiste, una fuerza de la naturaleza. Ese sentido de la expresión musical se dará en casi todo el siglo XIX. No hubieran existido un Wagner o un Mahler o un Brahms sin un Beethoven. Sin embargo, según consta en algunas de sus cartas, manifestó desazón, perdió su alegría en las reuniones frívolas de la nobleza a las que asistía para solventar sus gastos.

Fama

Hacia mediados de la década de 1790 su fama se había difundido en gran parte de Europa. Era considerado un virtuoso con una buena imagen personal. Los recitales que emprendía tanto en el teatro como en los grandes salones de la nobleza eran especiales. Beethoven se mostraba atropellador y por eso, por su calidad, recibió el apoyo de las familias aristocráticas, cubriéndolo de dinero y diferentes obsequios. No sólo se quedó en Viena: también realizó ciclos de conciertos en otros países europeos entre 1792 y 1795. Hay que imaginar esos tiempos, con caminos muy precarios, soportando el peligro de los ladrones ocultos. Y en galeras que se inmovilizaban por los pantanos o por la nieve.

Tuvo amores a quienes escribía cartas apasionadas. Las tradujo en sus famosas Sonatas

para piano, o en su bello concierto para violín. Escribió un milagro: el septeto con varios instrumentos. La gente del jazz tomó esa conjunción armoniosa como ejemplo. Todo debía ser respetuoso, ningún músico se apropiaba del tema que correspondía al otro. Un milagro de la creación. Conocía el sonido de cada uno de los instrumentos. Un concierto es un diálogo entre el que ejecuta (violín, piano, cello, etc) y el resto del plantel de músicos. Ese es el eje fundamental.

“El Emperador”

Cada espectador tiene sus gustos particulares. Nada es tan maravilloso y personal (sin desmerecer el resto de su obra) que el Concierto para piano número 5. Estrenado en Leipzig en 1811, fue el que más impactó al público. Fue titulado (por otros, nadie sabe por qué) “El Emperador”. Beethoven no lo tituló de esa manera. No lo hubiera elegido para honrar al emperador Napoleón Bonaparte, cuyo ejército ocupó Viena mientras el artista lo componía. Se mostró ambivalente con Napoleón. Es muy conocida la anécdota que le dedicó su sinfonía “Heroica” al general francés que quería tener a Europa en un puño (estuvo a punto de tenerla), pero que más tarde, airadamente, rompió la primera página con la dedicatoria al francés. Cuando escribió “El Emperador” tenía 39 años de edad. Todavía le quedaban 18 años de vida.

Algunos creen ver y escuchar en esa obra Número cinco una “apoteosis del concepto militar”. O “los ritmos guerreros, los motivos victoriosos”. Cuando lo escribió, Beethoven, a diferencia de Mozart, ya había fracasado en el mundo de la ópera. Compuso la obertura de la ópera “Fidelio” pero la tuvo que rehacer 18 veces, según sus historiadores. Concluida, su estreno fue un fracaso y las críticas fueron virulentas, hasta el punto de atemorizarlo y postrarlo.

Con el mismo espíritu del concierto “El Emperador” se distingue su sonata “Appasionata”. No en vano los poetas como los revolucionarios se identifican con sus notas a borbotones y su espíritu libertario. Según la leyenda, era la preferida de Lenin.

Se sabe que Beethoven, desde las primeras notas de algunas de sus obras, nos cuenta su historia personal. Usa un lenguaje de los sonidos que solo él pudo haberlo llevado al pentagrama. Pasó, como todos sus colegas en esos tiempos, demasiadas peripecias financieras. Murió pobre, en 1827, en Viena, a los 57 años, en soledad, sin poder concretar en una vida matrimonial ninguno de sus apasionados romances.

Se pueden encontrar interesante datos personales del genio en la “Casa de la Música”, en un Museo ubicado ahora en el centro de la capital austríaca. Allí se puede saber el trasfondo de su modo de vida. Se pueden ver sus distintos audífonos, desde los pequeños a los grandes, y muchas de sus partituras originales. Sirve como un recuerdo permanente de todo lo que ofreció como creador. A tal punto que en su Novena Sinfonía, la Coral, en su último tramo se distingue su “Canto a la Alegría”.

Es un llamado a la solidaridad, a la amistad, al amor, a la paz. Ese tramo final se ha convertido en el Himno de la Comunidad Europea, que logró el entendimiento en el continente después de siglos de enfrentamientos sangrientos entre naciones.

© LA GACETA

Daniel Muchnik – Periodista. Miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo.

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