Salvar el fuego*
13 Septiembre 2020

Por Guillermo Arriaga

Héctor se consideraba el enfant terrible del cine mexicano y hacía lo posible por alimentar su leyenda. Frente a la prensa era soez, exhibicionista, altanero. Juzgaba al resto de sus colegas con aire de autosuficiencia y la mayoría le parecían pedestres y anodinos. Sus películas exhibían seres monstruosos y perversos con una voracidad sexual imparable. Enanos que violaban a mujeres obesas, masturbaciones en primer cuadro, nalgas cuadriculadas por celulitis, várices, penes descomunales. Bien decía Claudio, las películas de Héctor derramaban pus y orines sobre los espectadores. La crítica y los festivales lo adoraban. Le Monde lo calificaba de «genio que crea imágenes contundentes», Der Spiegel describía su obra como «si Dante y el Bosco hubiesen decidido ser directores de cine». Héctor gozaba de los abucheos de los espectadores, que salieran asqueados, que lo insultaran. Cumplía a cabalidad con el cliché de «escandalizar a la burguesía y darle su merecido». En realidad el burgués era él. Heredero de una fortuna construida sobre la inhumana explotación de cientos de trabajadores en minas carboníferas, jamás cuestionó el dolor y la miseria que causaban sus empresas. Al morir sus padres no se desprendió de ellas y siguió manejándolas desde el consejo de administración que presidía. Sus películas eran financiadas por decenas de rostros anónimos, ennegrecidos por el carbón y con los pulmones anquilosados por años de respirar el infame polvo de las minas. «Black lungs matter», le espetó un periodista en una rueda de prensa para provocarlo parafraseando el famoso «black lives matter». Héctor mandó echarlo de la sala y lo descalificó con rapidez. «Otro imbécil pagado por mis enemigos. Seguro lo envió…» y sin reparos soltaba el nombre de algún crítico o colega que repudiaba su obra.

* Fragmento.

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