Sabotajes y guerras en democracia

Sabotajes y guerras en democracia

Una novedad y una efemérides han irrumpido esta semana para aportar significación a un escenario político mezquino y ombliguista, agravado por atropellos y actos desaforados.

La Cámara Nacional Electoral acaba de emitir un pronunciamiento en el que pide a las autoridades electas por el voto del pueblo que tengan la amabilidad de no olvidarse de la democracia. Los que vienen, el año próximo, serán los primeros comicios pos covid-19… O los primeros en pandemia. En uno u otro escenario, habrá que votar con distanciamiento social. Para garantizarlo, habrá que descomprimir las mesas de sufragio asignando menos electores. Ello implica más urnas, más autoridades y más escuelas, lo que implica más tiempo para la organización y la previsión de más recursos para esa inversión inestimable que es el acto de escoger a quienes nos gobernarán. Y a quienes se les opondrán.

No deja de ser llamativo que sean magistrados (funcionarios públicos sin cargos electivos) los que advierten que no hay urgencia que se imponga sobre lo más importante: la forma de vida que elegimos como sociedad. Pero tampoco deja de ser reconfortante que un poder del Estado esté pendiente, con mucha antelación, de velar por las elecciones.

Esa cuestión actualiza, también, el debate sobre la importancia de una institución novedosa, que no goza de popularidad pese a las virtudes que no se cansa de exhibir: las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias. Objetadas. Reciben cuestionamientos simplistas (las descalifican como costosas e innecesarias), a pesar de que le han prestado sobrados servicios a la ciudadanía.

En primer lugar, les dan más poder a los votantes, que antes de elegir a sus representantes en octubre, sufragan en agosto para determinar quiénes tendrán derecho a ser candidatos.

En segundo término, aportan un valor inestimable para toda elección: claridad. En dos niveles. El primero, en el cuarto oscuro. A la hora de elegir diputados y senadores no se enfrentará el carnaval de los comicios provinciales y su centenar de boletas, porque sólo pueden competir aquellas fuerzas que hayan alcanzado un mínimo de votos (1,5%). El segundo, en el escenario electoral. Las PASO de 2019 le enseñaron a la oposición (entonces, el peronismo) el altísimo consenso que despertaba la fórmula de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner; a la vez que le mostraron al macrismo el rechazo contra su gestión. Muchos ciudadanos sopesaron la posibilidad de volver a tener a un gobierno justicialista y la ratificaron en octubre. Y muchos otros evaluaron que si el oficialismo iba a ser peronista nuevamente, esta vez debía tener enfrente una oposición fortalecida: Mauricio Macri acumuló el 41% de los votos.

Queda claro, entonces, que las PASO no son inútiles. Pretender, además, que empoderar al pueblo resulta económicamente costoso es un cuestionamiento no sólo reñido con el valor de la democracia (los argentinos deberíamos saber acabadamente que vivir en democracia no tiene precio), sino con su propia naturaleza: si los gobiernos legítimos no van a invertir en más y mejor democracia, ¿quién se supone que debe hacerlo?

De paso, después de tanto endeudamiento macrista y tanta emisión monetaria fernandista, ¿justo por la democracia deben comenzar a ajustar?

Pero aún bajo el reduccionismo que las denigra a la condición de “encuesta”, las PASO serían un sondeo no manipulable. Resultado en el cual se puede apreciar que hay un porcentaje determinante de electores que no son “cautivos” de partidos ni ideologías, y que blindan al sistema de gobierno argentino con un requisito imprescindible para toda democracia: la incertidumbre, según Robert Dahl. Si no hay resultado cantado, entonces el poder sigue en manos del pueblo.

El macrismo supo en las PASO del año pasado que caía el telón. El fernandismo conocerá en las del año que viene qué opinan los argentinos sobre la manera en que administra la crisis económica (renegociación de la deuda incluida), sobre cómo gestiona la pandemia y de qué modo se valoran decisiones como la intervención dudosamente constitucional de Vicentin, que le mereció ya un “banderazo”. Los ciudadanos comprenderán también con la “encuesta” de agosto si cuando llegue el turno de las elecciones de octubre deberán reforzar la representación oficialista en el Congreso… o no.

El macrismo amagó con eliminar las PASO. El fernandismo ensaya otro tanto. El peronismo tucumano le negó a José Vitar la posibilidad de llevar la fórmula Fernández-Fernández en su lista de precandidatos; y el radicalismo tucumano maniobró para que el binomio Macri-Miguel Pichetto no fuera en la nómina de precandidatos que impulsó uno de los principales emergentes de la UCR (el intendente yerbabuenense Mariano Campero) ni en la que iba a armar el principal socio en estructura y territorio (el intendente capitalino Germán Alfaro). Si modelos políticos tan antagónicos coinciden en que un instrumento electoral es inconveniente, y lo sabotean, los ciudadanos deberían profesarle cariño.


La efemérides

Los comicios de 2021 parecen lejanos en Tucumán no sólo porque la peste insume todos los tiempos estatales y acapara todas las novedades oficiales, sino por una situación paradójica: el gobernador y el vicegobernador hablan mucho entre sí, pero nada dialogan acerca de “eso” de lo que conversa casi obsesivamente todo el arco político: ¿habrá reforma constitucional para habilitar más reelecciones? Claro que van a argumentar, empachados de corrección política, que no es momento para tales debates, pero lo cierto es que ellos dos no son inocentes de su instalación. Apenas obtenida la reelección en junio de 2019, hubo numerosos voceros de “la necesidad” de permitirle a Juan Manzur disputar su continuidad. Y, ahí nomás, Osvaldo Jaldo ventiló en LA GACETA su voluntad de ser el próximo gobernador. Quejarse de las tempestades está vedado para los sembradores de vientos.

Puede conjeturarse largamente acerca de por qué el presidente y el vicepresidente del PJ tucumano platican de todo, con excepción del poder, pero al menos puede inferirse una certeza: ninguno quiere tener esa conversación por ahora.

Esta situación suscita un desconcierto considerable en el oficialismo. Dicho de otro modo: la dirigencia peronista repite como un mantra la acertada noción de que “no hay 2023 sin 2021”. Pero a la vez no tiene noción de qué “hay” para el mentado 2023. ¿Habrá hasta entonces una reforma constitucional que habilite más gobernaciones para Manzur, o no? Y, cualquiera sea el escenario, ¿será el resultado de un consenso entre Manzur y Jaldo, o será por una ruptura?

Como hasta el momento no se ha conversado sobre un acuerdo, ya muchos han empezado a prepararse para el escenario de la ruptura. El justicialismo tucumano, entonces, se asemeja a dos calderos en los cuales se revuelven estrategias y nombres: en el del manzurismo se ensayan recetas por si hay reforma sin acuerdo con Jaldo y hay que buscar otro compañero de fórmula; o si no hay reforma y hay que armar un binomio de testaferros; o si no hay más reelección pero Manzur decide ser candidato a vicegobernador… Y en el caldero del jaldismo también se ensayan toda clase de pócimas y “fórmulas” y se cuentan y recuentan a los legisladores “leales”.

Debajo de esa primera línea también hay un hervidero de especulaciones. No son pocos los intendentes que consideran que, en una eventual ruptura, hay también una oportunidad para lanzarse por el poder provincial. Y no sólo el peronismo: los jefes municipales opositores también se alistan, lo que ya implica desafiar a quienes ostentan la primera línea del radicalismo desde hace una década.

En las cúpulas de los poderes políticos, en las últimas semanas, también han comenzado a operar movimientos para fidelizar “territorios”. A diario, Manzur visita pueblos del interior, unas veces con Jaldo y otras veces sin él. El vicegobernador tampoco le ha dado respiro a su agenda de audiencias con empresarios, sindicalistas, la Iglesia y dirigentes. En definitiva, delimitan territorios. Manzur no puede practicar antijaldismo en el interior, pero sí puede trabajar para que no avance más allá de donde está. Y Jaldo no puede ensayar antimanzurismo en la Legislatura, pero sí puede trabajar para que el manzurismo no crezca allí. Esa es la lógica de la “Guerra Fría”.

Ayer, precisamente, se cumplieron 70 años de uno de los capítulos más cruentos del enfrentamiento este-oeste del siglo XX. El 25 de junio de 1970, el norcoreano Kim-Il-Sung, héroe de la resistencia antijaponesa durante la II Guerra Mundial, invadió Corea del Sur. Ni él ni Stalin creyeron que EEUU reaccionaría por una península tan lejana, pero el presidente norteamericano Harry Truman tenía otro diagnóstico. El diplomático George Kennan había explicitado (en un “Largo Telegrama” que hizo historia) la vocación de la URSS por expandir el comunismo. Y si bien EEUU no podía “descomunistizar” naciones del bloque soviético, sí podía conjurar que el comunismo se propagara a otros países.

Kennan expuso su “cuerpo de ideas” cuando todavía el justicialismo no había llegado al poder, pero recibió un nombre casi peronista. La certeza de que limitar al adversario, sin importar dónde, se conoce como “Doctrina de la Contención”.

A ese tiempo de tensiones cambiantes, de enfrentamientos sustitutos, de espionajes cruzados, de resguardo rabioso de áreas de influencia, de escalada de presiones, de diálogo insatisfactorio, de guerra imposible y de paz improbable, comienza a parecerse el escenario político.

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