Vivir en el aire

Vivir en el aire

En una era pasada, llamémosla a.C. o antes de la covid-19, vivíamos en Shanghái. El presidente chino anunció la emergencia y nuestro primer reflejo fue viajar al Sudeste Asiático y después a Madrid. Los muertos se acumularon luego en España y, más tarde, surgió la posibilidad de un vuelo de repatriación a la Argentina.

17 Mayo 2020

Por Salvador Marinaro

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

La tarde anterior a nuestro vuelo revisé el buzón del departamento en Madrid. Nacido en la generación virtual, me había olvidado de que las cartas podían tener peso y textura. Entre los recibos de la luz y los impuestos, había un libro envuelto en papel madera. Rompí el paquete y descubrí el título de Xavier de Maistre Viaje alrededor de mi habitación. Interpreté la aparición del libro como una buena señal. El pedido me figuraba como retrasado y lo daba por perdido porque a la mañana siguiente teníamos el vuelo de repatriación. Ahora, el último de nuestros encargos había llegado: señal de buena estrella, de cierre y un nuevo comienzo.

Durante las últimas dos semanas, mi pareja y yo nos habíamos arrojado a una vorágine de pedidos online. Comprar libros se había transformado en el único contacto con la realidad exterior, la única manera de saber que estábamos en Madrid y no en cualquier otra ciudad en cuarentena. Así que nos dimos carta blanca. “¿Te interesa un libro sobre los primeros embajadores chinos en Occidente?” ¡Sí! “¿Qué te parece el último de Alejandro Zambra?” Obvio “¿Uno de Joan Didion?” Dale “Tradujeron a una autora vietnamita que cuenta su exilio en Canadá, ¿qué te parece?” Metele. Por la puerta oxidada, pintada de un blanco descascarado de ese alquiler temporario, solo entraban las bolsas del supermercado Día y los paquetes de las librerías.

Los tomos que llegaban se iban apilando sobre los anteriores y armaban una biblioteca pequeña pero bien provista con dos secciones: literatura nómade y sedentaria, literatura de viajes y la otra. Mirábamos las pilas con preocupación; en algún momento tendríamos que empaquetar todo en dos mochilas de campamento y dos bolsos de mano que eran nuestro equipaje. No importaba. Desgarrar el envoltorio y descubrir el título era una inyección de satisfacción que nos hacía olvidar por un momento lo duro que habían sido los meses desde que habíamos dejado China.

En una era pasada, llamémosla a.C. o antes del Covid-19, Lucila y yo vivíamos en Shanghái donde doy clases en una universidad y ella termina su doctorado. Teníamos un balcón con plantas, un cantero de aromáticas y una colección de fotos antiguas del 60 y 70 de chicas vestidas con ambos maoístas en lugares reconocibles de Shanghái. Los domingos íbamos a los mercados de pulgas a buscar fotos viejas. Lucila llamaba a su colección: “Las chicas y la ciudad”.

Pero, de un momento a otro, todo eso se evaporó en el aire. El último día de nuestras vacaciones, el presidente chino anunció la emergencia por un virus que había aparecido en el centro del país. Acto seguido, se cancelaron nuestros vuelos de regreso y nos llegaron mensajes de alarma de amigos y familiares.

Nuestro primer reflejo fue viajar al Sudeste Asiático y luego a Madrid. Mientras nos adaptábamos al invierno con un equipaje de verano y resolvíamos un alquiler temporario, los casos iban en aumento en España y las decisiones internacionales se volvían cada vez más duras.

Por las siguientes semanas, nuestra vida se redujo a las necesidades básicas: alimento y refugio. Resolver las dos cuestiones nos llevaba todo el día. Negociábamos con una casera enfurecida, cada quince días, a medida que el gobierno de Pedro Sánchez extendía la cuarentena. Íbamos al súper como sonámbulos buscando las tortillas de papa envasadas al vacío que se calentaban en el microondas. “Nuda vida”, diría el filósofo italiano Giorgio Agamben, mero transcurrir del tiempo entre las clases virtuales y lavar los platos de la cena.

Por eso, los libros eran una excusa, un recuerdo de que nuestra vida a.C. era mucho más compleja y rica que esto, que podíamos hacer algo más, algo distinto que no tuviera nada que ver con nuestras funciones biológicas. En esos momentos, pensaba en qué es una casa y qué es un hogar. Me mudé siete veces en los últimos diez años y una vez entre dos continentes. Hace cuatro años que vivo o vivía en las antípodas del lugar donde nací. ¿De dónde soy? Sobre todo, ¿dónde está mi casa?

Nunca me sentí tan nervioso, tan dividido entre dos geografías como después del llamado del consulado argentino. Nos anunciaban la apertura de un vuelo de repatriación y preguntaban si estábamos de acuerdo. “Por supuesto”, gritamos al unísono. Habíamos llenado cada formulario con nuestros nombres varias veces para que no se perdieran en la web. Pero, la confirmación me ponía nervioso; lo único que quería era estar quieto en un solo lugar, sin moverme por un tiempo.

Todo aterrizaje es emocionante, más en un vuelo de repatriación. Aplaudir al piloto se transforma, de un gesto de candidez, en una obligación moral. Mientras espero que transcurran los próximos días hasta que nos hagan el hisopado, veo por la ventana del hotel la luz del otoño porteño. Escucho alguien que grita “me aburro”. Quizás es la vecina: ninguno de nosotros puede salir ni al pasillo del hotel. Siento una tranquilidad inexplicable. Acomodo los libros en la única mesa de luz y abro el tomo de Maistre, que me indica que toda habitación tiene distintas atracciones para visitar.

© LA GACETA

Salvador Marinaro – Periodista. Profesor de la Universidad de Shanghái.

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