Breve historia de las pandemias argentinas

Breve historia de las pandemias argentinas

Cuatro domingos históricos: 25 de junio de 1978, 29 de junio de 1986, 8 de julio de 1990 y 13 de julio de 2014.

¿Qué tienen en común estas fechas? Son las últimas cuatro finales que jugó la selección argentina de fútbol.

Hubo una quinta, allá lejos, el 30 de julio de 1930, que se disputó en Montevideo. Con la diferencia de que hace 90 años el único medio de cobertura en vivo que existía era la radio y aún no estaba al alcance de todos los hogares argentinos. Tuvieron que pasar siete años desde esa final uruguaya para que la emblemática Radio Nacional realizara su primera emisión, el 6 de julio de 1937.

Desde el 78 en adelante los televisores ya eran masivos, en casi todas las casas, bares, empresas, clubes, salas de espera o cualquier otro lugar que reuniera a la gente. Y nada fue, es y será más convocante frente a los televisores que el fútbol, sobre todo cuando las pantallas se pintan de celeste y blanco.

Durante esos cuatro domingos el país cambió. Argentina no sólo lució diferente, fue diferente. Y mucho. Se paralizó completamente. Durante tres o cuatro horas, entre la previa a los encuentros contra Holanda y tres veces contra Alemania, y los minutos posteriores a cada partido, en los 2,7 millones de kilómetros cuadrados argentinos no voló una mosca.

Pocas veces en la historia se vieron las calles tan desiertas. Grandes ciudades, medianas, pueblos o caseríos al costado de una ruta o en medio de la montaña. Todos parecían abandonados. Como si los argentinos hubiéramos sido abducidos por extraterrestres, o como si una gran peste nos hubiera aniquilado.

Dejaron de circular colectivos, aviones, camiones. Las rutas se asemejaban a imágenes postapocalípticas. Hasta en las comisarías, los puestos de frontera o las guardias de los hospitales, el poco personal en funciones estaba hechizado frente a la pantalla.

Cierto es que un encuentro de fútbol dura dos horas y nos ocupa hasta tres o cuatro horas sumando todos los menesteres que lo rodean.

Sin embargo, sin duda, si un partido se extendiera 20 horas, esos cuatro domingos el país hubiera estado abducido un día completo. De hecho, cuando Argentina ganó (78 y 86) y hasta cuando perdió (90 y 14), algunos festejos se prolongaron durante dos o más días.

Traumas paralizantes

Resulta sorprendente que nada, ni siquiera una guerra, un golpe militar, un estado de conmoción interior, una crisis política terminal, una amenaza de guerra mundial o una pandemia, puedan inmovilizar tanto a una sociedad como el fútbol. En este país. En los últimos 50 años los argentinos tuvimos varios hechos trascendentales que estremecieron a la Nación.

En lo personal, recordamos la muerte de Perón, el 1 de julio de 1974, la violenta guerrilla previa y posterior a su deceso, el golpe del 24 de marzo del 76, o los simulacros de guerra con Chile, durante los cuales se oscurecieron ciudades enteras, entre noviembre y diciembre del 78. En estos últimos ensayos la gente estaba obligada a quedarse en sus casas, con las luces apagadas, y tenía prohibido circular por la calle. El objetivo era desorientar a los aviones chilenos o menguar los daños ante posibles bombardeos.

El acatamiento no fue total pero aún así fue impactante. La vida nos cambió por unas horas de forma sustancial.

Imaginamos que hoy un simulacro de ese tipo sería un fracaso, ya que los probables aviones enemigos verían desde el aire a miles y miles de pantallas de celulares encendidas, filmando, navegando, chateando, reenviando bulos o mensajes catastróficos a todos sus grupos de WhatsApp.

Otro hecho que nos alteró la rutina de manera trascendental fue la guerra de Malvinas. Si bien la mayoría de la sociedad intentaba seguir con su rutina, nunca antes ni después vimos a un país entero encolumnado detrás de objetivos comunes, cruzadas solidarias, acatando órdenes de comportamiento, apoyando todo y cuanto se nos pedía que debíamos respaldar, respetar o hacer.

En la escuela, en el trabajo, en el hogar, todos en estado de alerta y siguiendo las instancias de una crisis que mantuvo al país en vilo durante más de dos meses. La secuelas -otro tema- durarían muchísimo más.

No podemos ignorar a la vuelta de la democracia como a otro de los acontecimientos que hicieron palpitar a las bases mismas de la patria. Desde la emocionante y a la vez tensa campaña electoral, luego la histórica elección del 30 de octubre del 83, hasta la inolvidable asunción de Raúl Alfonsín, el 10 de diciembre de ese año, como el primer presidente elegido por el voto popular en esta nueva refundación argentina.

Violencia interminable

Cuatro violentos sacudones institucionales se sucedieron unos años más tarde, conocidos como los levantamientos carapintadas. Tres con Alfonsín (abril del 87 y enero y diciembre del 88), y el último durante el gobierno de Carlos Menem (diciembre del 90).

Minimizados a la distancia, lo real es que hicieron temblar a nuestra incipiente democracia.

Fueron días de mucho miedo, ansiedad e incertidumbre. Esas rebeliones o intentos de golpes también nos alteraron la vida, nos sacaron de eje.

Durante los 90 los argentinos sufrimos otros dos cimbronazos de extrema violencia, que también nos modificaron la existencia sustancialmente.

Fueron los atentados a la Embajada de Israel (17 de marzo de 1992) y a la sede de la AMIA (18 de julio de 1994). Murieron en total 107 personas y hubo casi 600 heridos.

La mayoría de los jóvenes ignoran hoy que en Argentina, por esos ataques, casi todos las sedes judías e israelitas, religiosas o civiles, tienen un muro reforzado en la vereda como protección para posibles atentados con coches bomba.

Poco antes del atentado a la AMIA se produciría otro hecho que, silenciosamente, trastocó para siempre a los argentinos. En marzo de ese año fue asesinado, tras haber recibido una feroz golpiza y haber sido torturado, el soldado Omar Carrasco, de 20 años, mientras cumplía con el servicio militar obligatorio en una unidad de Zapala, Neuquén.

Por este homicidio, producto de los abusos puertas adentro de los cuarteles, en agosto del 94 Menem puso fin a “la colimba” después de 90 años de vigencia.

A un paso de la desaparición

El país volvió sacudirse hasta sus cimientos, esta vez hasta quedar al borde de su disolución como Estado, durante la llamada “crisis del 2001”, ocurrida el 19 y 20 de ese año, bajo la fatídica presidencia de Fernando de la Rúa. Murieron 36 personas, algunos de ellos niños y adolescentes, la mayoría durante enfrentamientos con la Policía, y el país quedó a un paso del colapso, al punto que se sucedieron cinco presidentes en 11 días.

El planeta no acababa de espabilarse de uno de los sucesos más convulsionantes de la historia, ocurridos tres meses antes, el 11 de septiembre, cuando Estados Unidos sufrió el ataque terrorista más impresionante nunca antes visto.

Literalmente, nunca antes visto, ya que cientos de millones de personas vieron en vivo y en directo como cuatro aviones civiles secuestrados, con más de 200 personas a bordo cada uno, se estrellaban contra varios de los edificios más emblemáticos de ese país.

El pánico a una guerra mundial inminente convulsionó a toda la humanidad durante semanas. Tan así, que la historia luego bautizó a ese hecho como “el día que cambió el mundo”.

Para los argentinos, el terror a las ojivas nucleares volando por el cielo nos duró poco. Teníamos problemas más importantes de qué preocuparnos en un país que se caía a pedazos.

Diecinueve años después del último “cisne negro”, volvemos a experimentar otro acontecimiento que nos sacude las estanterías y nos cambia la vida dramáticamente.

La economía no cuenta

No contamos como sucesos trascendentales a las sucesivas crisis económicas y políticas, con bancarrotas recurrentes, inflaciones récord y niveles de pobrezas alarmantes, porque ya forman parte de nuestra esencia nacional.

En la era del WhatsApp, esa maquinaria implacable de la desinformación, ahora nos cae del cielo el temido Covid 19.

Sin dudas, se trata de otro acontecimiento que modificará la existencia, algo que nadie, ni el más experto, puede predecir hasta cuándo.

Lo que sabemos es que empezamos mal. Pese a las advertencias del Gobierno nacional y de algunas administraciones provinciales, los argentinos seguimos intentando transgredir cada una de las recomendaciones.

Así tuvieron que decretar una cuarentena obligatoria, medida que hasta ayer, por lo menos en Tucumán, seguía pasando bastante inadvertida.

Excepto en los microcentros de las principales ciudades, donde el cese forzoso de la actividad comercial hizo que se viera un poco más de calma, en el resto de la provincia la vida siguió transcurriendo con preocupante normalidad.

Incluso, en algunos supermercados, con masivas aglomeraciones egoístas y casi suicidas. Ignorantes, irresponsables y salvajes. Del mismo modo en que nos comportamos con nuestros celulares, enviando cualquier barbaridad que nos llega, difamando a inocentes, viralizando mentiras y amplificando el pánico y el “sálvese quien pueda”, lo hacemos en la calle y en nuestros hogares. Porque en definitiva, el que circula por donde no debe y participa de amontonamientos, luego vuelve a casa y pone en riesgo a toda su familia.

Lo que puede lograr algo tan banal como el fútbol, inmovilizarnos en casa, no lo consigue una pandemia mortal.

Como en todas las convulsiones que ya pasamos los argentinos, sólo la historia será implacable a la hora de contar los muertos.

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