Panorama Tucumano: reformas judiciales (que no veremos)

Panorama Tucumano: reformas judiciales (que no veremos)

El anuncio de reforma judicial de Alberto Fernández llega herido por la manera en la que el oficialismo tramitó la modificación legislativa del esquema de jubilaciones especiales de los jueces y de los diplomáticos. Cunde la desconfianza porque el efecto inmediato de la iniciativa con media sanción en la Cámara Baja ha sido el incremento de las vacantes de los Tribunales. La inoculación del miedo a perder los beneficios previsionales cuantiosos aún vigentes fue suficiente para generar una estampida. Ese vaciamiento perjudica directamente a la ciudadanía que clama por justicia, además de que aumenta las cargas de la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses). Lejos de revertir sus déficits, aquel organismo tendrá que pagar más de estas jubilaciones premium que pretendía disminuir. Una oración aparte merece la sesión en la que los diputados aliados al Gobierno aprobaron el cambio: si a esa altura quedaba algo de buena fe, el embajador Daniel Scioli se encargó de aventarla.

La experiencia de la remodelación de los retiros de privilegio, como los llamó el Presidente ayer, dejó como saldo una feria de jubilaciones que aumenta la capacidad de la Casa Rosada y de los poderes ejecutivos locales -entre ellos el de Tucumán- para nombrar jueces. El despoblamiento de la Cámara en lo Contencioso Administrativo provincial es elocuente. Ha quedado preparado el siempre servil escenario de la “emergencia”, palabra que en la Argentina ha camuflado mil y un programas de degradación institucional. Invocar la falta de la magistratura y la privación de derechos que ella acarrea habilita a inventar atajos al método constitucional del concurso público de antecedentes y de oposición en pos de incrementar los niveles de discrecionalidad del poder político. De allí provienen parches como los jueces subrogantes o con fecha de vencimiento, cuyo futuro depende de los gobernantes que los nombraron “a prueba”. En tales circunstancias, fallar en contra del Gobierno equivale a un suicidio profesional.

De nada valen los procedimientos ágiles y la modernización de los soportes si los jueces descreen de la independencia, y son instrumentos de una parcialidad. Lo dijo mejor el sabio italiano Piero Calamandrei en 1950: “el proceso debe servir para conseguir que la sentencia sea justa, o, al menos, para conseguir que una sentencia sea menos injusta o que la sentencia injusta sea cada vez más rara”. De modo que las intenciones nobles de adaptar los Tribunales al siglo XXI y de despojarlo de sus inequidades chocan contra la condición humana que tiende a sabotear los controles. Eso es “Comodoro Py”: un emblema de los sótanos de la democracia consolidado por los sucesivos gobiernos desde la década de 1990 -en especial por los que integró Fernández como jefe de Gabinete- que aceptaron someterse a él antes que desarticularlo.

El Presidente aseguró que su gestión quería desterrar para siempre “las componendas entre el poder político y el Poder Judicial”, sin distinciones de color. Al igual que respecto de la pretensión de moderar las jubilaciones especiales, nadie puede estar en contra de un objetivo enraizado en el corazón de la república. El inconveniente es que llevarlo adelante exige la valentía de integrar la Justicia con jueces adictos a la Constitución. Y Fernández ya dio un paso en la dirección opuesta al exigir la devolución de alrededor de 200 designaciones pendientes de acuerdo senatorial perfeccionadas por su antecesor, entre ellas seis correspondientes a la famélica Justicia Federal de “Trucumán”. Hay que mirar el resultado de esa instancia de revisión de nombramientos para entender hasta dónde el Presidente está dispuesto a materializar su promesa de “despolitización” del Poder Judicial.

Las decisiones de integración de los Tribunales así como las -más raras- de depuración definen la calidad y seriedad de una gestión en mayor medida que las reformas que, por ejemplo, agregan y especializan unidades jurisdiccionales; establecen nuevos delitos o endurecen la aplicación de la prisión preventiva. La designación de un magistrado basta para inclinar la balanza porque, al fin, la legislación -hasta la que en principio no admite dudas- está sujeta a su interpretación. En ese acto se juega la credibilidad de quienes procuran poner término a la “manipulación de la Justicia”: desgraciadamente la sociedad argentina ha visto demasiadas veces cómo la impunidad triunfaba sobre el profesionalismo y la igualdad ante la ley. Sin ir más lejos, la ex presidenta y vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner prometió el primero de marzo de 2013 que iba a fomentar la “democratización de la Justicia”. Este propósito presentado como un avance de igualitarismo y de transparencia acabó en una batalla campal de judicializaciones: siete años más tarde, el diagnóstico presidencial sitúa a los Tribunales en el mismo punto de desprestigio en el que estaba, persistencia que demuestra que transformar aquella institución es una labor más ardua y compleja que la mera sanción de una normativa.

Los antecedentes recientes y no tan recientes explican la inquietud de los jueces y de los sectores críticos por la esencia y la letra pequeña de unos retoques que afectan las bases del contrato social. Aunque la ministra Marcela Losardo haya dicho el 13 de febrero a LA GACETA que “había que estar tranquilos” sobre los alcances de la remodelación, los hechos invitan al escepticismo. Es que lo auténticamente revolucionario para la Justicia sería un pacto de no intromisión en su quehacer, que incluya reformulaciones hacia adelante similares a la implementación del impuesto a las ganancias en 2017. Son cambios a 50 años, que exceden la expectativa de vida de sus propulsores y que, por ello mismo, escapan a las especulaciones cortoplacistas ligadas a la corrupción. Las reformas sin consenso sobre aspectos tan delicados para la convivencia conducen a la devaluación de la palabra que con razón fustigó el Presidente al empezar su alocución. La pregunta es si él podrá elevarse respecto de sus predecesores y reparar el valor “justicia”, aunque ello suponga ir en contra de los intereses del grupo que lo colocó en el poder.

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