

Por Presbítero Marcelo Barrionuevo
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: -Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mateo 5,13-16).
En el Evangelio de este domingo nos habla el Señor de nuestra responsabilidad ante el mundo: “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo...”. Y nos lo dice a cada uno de quienes queremos ser sus discípulos. La sal da sabor a los alimentos, los hace agradables, los preserva de la corrupción y era un símbolo de la sabiduría divina. En el Antiguo Testamento se prescribía que todo lo que se ofreciera a Dios llevase la sal, significando la voluntad del oferente de ser agradable. La luz es la primera obra de Dios en la creación, y es símbolo del Señor, del cielo y de la vida. Las tinieblas, en cambio, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal.
Los discípulos de Cristo son la sal de la tierra: dan un sentido más alto a todos los valores humanos, evitan la corrupción, traen con sus palabras la sabiduría a los hombres. Son también luz del mundo, que orienta y señala el camino en medio de la oscuridad. Cuando viven según su fe, con comportamiento irreprochable, brillan como luceros en su vida corriente. En cambio, ¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la vida pública de los pueblos! Cuando no lleva la doctrina de Cristo allí donde desarrolla su vida, los mismos valores humanos se vuelven insípidos, sin y muchas veces se corrompen.
Cuando miramos a nuestro alrededor nos parece como si, en muchas ocasiones, los hombres hubieran perdido la sal y la luz de Cristo. “La vida civil se encuentra marcada por las consecuencias de las ideologías secularizadas, que van desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa, a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto de los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un ‘nihilismo’ que desarma la voluntad para afrontar problemas cruciales como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo”.
Hay muchos males que se derivan de “la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza el equilibrio a personas y comunidades”. Se ha llegado a esta situación -en la que es preciso evangelizar de nuevo al mundo- por el cúmulo de omisiones de tantos cristianos que no han sido sal ni luz, como el Señor les pedía.
Cristo nos dejó su doctrina y su vida para que los hombres encuentren sentido a su existencia, y hallen la felicidad y la salvación. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo del celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa, nos sigue diciendo el Señor en el Evangelio. Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos. Y para eso es necesario el ejemplo de una vida recta, la limpieza de conducta, y el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas en la vida sencilla de todos los días. La luz, el buen ejemplo, ha de ir por delante.
Le pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser sal, que impide la corrupción de las personas y de la sociedad, y luz, que no sólo alumbra sino que calienta, con la vida y con la palabra; que estemos siempre encendidos en el amor; que nuestra conducta refleje con claridad el rostro amable de Jesucristo. Con la confianza que Ella nos inspira, pidamos en la intimidad de nuestro corazón: Señor Dios nuestro, tú que hiciste de tantos santos una lámpara que a la vez ilumina y da calor en medio de los hombres, concédenos caminar con ese encendimiento de espíritu, como hijos de la luz.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios, de F. Fernández Carvajal.







