La algarroba indígena renace por su dulzura apta para celíacos

La algarroba indígena renace por su dulzura apta para celíacos

El fruto de una de las especies más comunes del Norte tiene numerosas propiedades saludables y medicinales.

La algarroba indígena renace por su dulzura apta para celíacos

Las vainas marrones y blancas que producen los algarrobos fueron el alimento básico de los indígenas esclavizados del Tucumán cuando esa denominación comprendía buena parte de la región norteña y no solo a la provincia que terminó quedándose con el nombre. La algarroba levantada en los montes secos, en especial de Santiago del Estero, permitió la subsistencia de las víctimas de la mita y del yanaconazgo, los sistemas de explotación impuestos tras la conquista del territorio. Los siglos transcurridos desde entonces restaron protagonismo a este fruto -que literalmente cae de los árboles como el maná- hasta convertirlo en un producto exótico a los oídos y paladares de las nuevas generaciones. Pero la algarroba ancestral transita un tiempo de renacimiento gracias a su dulzura apta para celíacos y a su parecido con el cacao: sus propiedades la postulan como materia prima ideal para la alimentación saludable.

Y vaya que tiene futuro esta vaina con tanto pasado. Lo demuestran los budines, y los bombones de nuez y miel bañados en chocolate blanco y semiamargo que preparan -por el momento en una fase experimental- Carmen Hernández y Alejandro Copley en su hogar de La Quebradita (Tafí del Valle). Esas maravillas usufructúan el azúcar natural de la algarroba, que, después de un proceso de secado y de molienda, adquiere una consistencia similar a la de la harina, aunque los granos son más gruesos y compactos. La presentación típica de las vainas trituradas es el patay, una pasta seca que suele tener forma redonda y color claro, y que el ojo incauto bien podría confundir con el queso. En las antípodas de los lácteos, el patay es rasposo, astringente, y sabe a algo intermedio entre la madera y el chocolate: un gusto que transmite reminiscencias del árbol y del paisaje de donde proviene.

La algarroba permite aplicaciones múltiples tanto en comidas sólidas como líquidas. En el “laboratorio” tafinisto que montaron, Hernández y Copley ensayan recetas y combinaciones a partir de la producción que cosechan en Amaicha del Valle y en Santa María más o menos durante esta época, en el área conocida como el algarrobal (la vaina madura en noviembre en los montes del llano). “Es un trabajo muy artesanal”, explica Hernández, quien, pese a haber nacido en Santiago del Estero, no reparó en la algarroba sino hasta que, de grande y ya fuera de su provincia natal, le enseñaron a apreciar las dotes y cualidades de este fruto muy usado en la región como forraje para cabras, vacas y caballos.

El auge de las semillerías; del veganismo; de los productos alimenticios sin conservantes, y de las dietas naturistas y específicas para celíacos renovó el interés por esta “golosina”, como la llama Copley. La paradoja es que en Buenos Aires y en el sur del país la conocen y consumen más que donde crece asilvestrada por ser el algarrobo un ejemplar nativo -hasta el extremo de que los amaicheños lo llaman “el árbol”-. “La gente mayor recuerda haber comido el patay, que al final es un tipo de galleta, porque antes se solía vender en las ferias. Y en el campo se chupaban las vainas como sucede todavía con la caña de azúcar”, precisa Copley.

“Pacían en los montes”

“Yo descubrí la algarroba en Amaicha: comerla me daba energía para caminar los 12 kilómetros que me separaban del pueblo”, dice Hernández, y enumera sus aportes: hierro, proteínas, fibra y calcio, entre otros nutrientes. Con su compañero de a poco se interiorizó en las técnicas para limpiar, secar y moler las vainas, cuyo principal enemigo es la humedad y, por ello, no es fácil de conservar ni de comercializar. La harina obtenida funciona como sustituto de la de trigo, del azúcar y, por supuesto, del cacao. Además de carecer de gluten y de su bajo contenido graso, la algarroba beneficia la actividad intestinal y produce efectos antioxidantes. Todas estas virtudes medicinales la transforman en un “superalimento”, como empieza a ser difundida en los mercados especializados en comida sana.

Postres, dulces, jarabes (arrope), infusiones, jugos (“añapa”) y bebidas alcohólicas, como cerveza y la antiquísima aloja, pueden ser fabricados a partir del algarrobo, y en esa tarea están Copley y Hernández con la perspectiva de generar un catálogo estable de opciones en el corto plazo, que permita incorporar estos sabores a la gastronomía de los Valles. Sería esta una forma de reivindicar y de recuperar al que fuera el “pan” de las tribus que habitaban el Norte durante la llegada de los conquistadores europeos. Cuenta Paul Groussac en su obra excepcional de 1882, “Ensayo histórico sobre el Tucumán”, que los encomenderos, cuando se convencieron de que era imposible hallar metales preciosos, quisieron a la fuerza recargar a los indígenas extenuados y “hacer sudar a la tierra cantidades tales de frutos equivalentes a las minas del Perú”: “a pesar de existir desde principios del siglo XVII la ley que prohibía a los indios del Tucumán el servicio personal, los encomenderos les negaban hasta la mínima parte de las cosechas de granos que aquellos sacaban. Se les obligaba a recoger algarrobas para su único sustento y se puede decir que pacían en los montes como los animales”.

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