Las consecuencias nos han alcanzado

A finales del siglo pasado y en los principios de la actual centuria, el mundo de las ideas occidentales era por momentos una suerte de máquina expendedora de certificados de defunción. Se proclamó desde la muerte del arte hasta la muerte de las ideologías, pasando por la muerte de la historia. En rigor, todas estas proclamas eran (y son) parte de una suerte de consciencia más general: la de que la Modernidad, toda una Era, estaba llegando a su fin. Ese final era tan rotundo que no demoraron los intentos de bautismos. Algunos de sus nombres más conocidos fueron (y son) “sociedad de la información”, “postcapitalismo”, “sociedad del consumo” y “sociedad postindustrial”. Pero ninguno es tan universalmente conocido, por supuesto, como “postmodernidad”.

A mediados de los 90, en sentido opuesto a esa corriente, el sociólogo británico Anthony Giddens escribió un ensayo en el que sostuvo que la Modernidad no había sido sobrepasada. “En vez de estar entrando en un período de postmodernidad, nos estamos trasladando a uno en que las consecuencias de la modernidad se están radicalizando y universalizando como nunca”, planteó. El pensador inglés tituló su obra, precisamente, Consecuencias de la Modernidad.

Hay algo inquietante en el libro de Giddens, anterior inclusive al análisis que despliega en el libro. En la idea que dispara la obra hay todo un diagnóstico: el de una sociedad, la occidental, que pareciera no tener conciencia de las consecuencias. Hasta el punto de que da por clausurada toda una edad histórica (con un convencimiento casi unánime), antes que poder advertir que, tal vez, sólo experimenta el resultado de los procesos que iniciaron las revoluciones de finales del siglo XVIII.

De mucho de esta situación está hecho el año que se inicia en la Argentina y en Tucumán. De dirigentes, forjados en esta sociedad, que parecieran no tener noción de las consecuencias de sus acciones. Y de consecuencias que nos concurren de manera empecinada.

La deuda en el ojo ajeno

Esta semana, quien llevó al paroxismo la situación fue el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof. Anunció que renegociará el pago de 277 millones de dólares de un bono que vence en nueve días, medida que en caso de ser rechazada por los bonistas pondrá a la provincia en default. Kicillof lo atribuyó a “las pésimas decisiones del gobierno anterior” y al “catastrófico endeudamiento” de Cambiemos, pero el bono en cuestión fue emitido en 2011 por Daniel Scioli, para afrontar la suba de salarios de los docentes.

Confrontado con esa realidad, quien fuera nada menos que Ministro de Economía de la Nación en la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner argumentó que la deuda bonaerense pasó de representar el 6% a equivaler el 10% del PBI de la provincia, lo cual no deja de ser cierto, pero elude una cuestión sustancial: el PBI es un flujo de recursos, que como tal presenta variaciones. La deuda, en cambio, es un stock: no la afectan la cotización internacional de los commodities ni las buenas o malas cosechas. Las consecuencias de las políticas económicas del kirchnerismo están aquí, sin que sus hacedores sean capaces de reconocerlo.

Una ceguera hecha de congeladores

El macrismo tampoco luce capaz de reconocer el impacto de las decisiones que tomó en el poder. El kirchnerismo no es inocente de sus políticas oficiales, pero Cambiemos tampoco. Entonces, la Argentina es un país donde no hay consecuencias sino sólo herencias, que siempre son “pesadas”.

Pero el hecho mismo de que la Argentina transite un cuarto gobierno “K” es la consecuencia más directa del mal gobierno de Mauricio Macri, el primer presidente no peronista en completar su mandato desde el retorno de la democracia, y el primero en la historia en perder la reelección. Mientras la gestión se iba año tras año en la promesa jamás cumplida de una “reactivación en el segundo semestre”, la calidad de vida de los argentinos fue deteriorándose progresivamente, mientras que lo único que crecía era la inflación.

La derrota, sin embargo, no fue asumida como el resultado de los desaciertos socialmente costosísimos, sino como el fin de la conciencia ciudadana, reemplazada por el “voto heladera”. Como si no tener para comer fuera un precio admisible para sostener a un Gobierno.

La olvidada ley de acción y reacción

El actual presidente, Alberto Fernández, es otro ejemplo de que una sociedad sin conciencia de las consecuencias gesta dirigentes que obran como si, precisamente, sus acciones no fueran a tener consecuencias. Luego de prometer en campaña que le daría un 20% de aumento a los jubilados, terminó eliminando la movilidad con la cual iban a verse beneficiados, gracias a la formula de actualización que toma en cuenta inflación y aumento de salarios.

El argumento oficial fue la necesidad de impulsar políticas de austeridad (un ajuste al que denominaron “solidaridad”) para afrontar en un contexto de equilibrio fiscal las renegociaciones con los acreedores internacionales de deuda tomada por el macrismo, frente a un panorama de vencimientos imposibles de pagar. Una descripción del presente acertada, pero que omite un pasado para nada remoto: la mentada “moratoria previsional” que impulsó la presidencia de Néstor Kirchner ensanchó la base de jubilados y de pensionados en una magnitud que terminó haciendo prácticamente inviable el esquema. Ahí fue cuando comenzó a descarrilar el andamiaje jubilatorio argentino, mientras aquellas medidas de neta factura populista eran reivindicadas por el “relato” como la celebración de la justicia social.

Fernández, que remitió la ley de ajuste al Congreso, era entones el jefe de Gabinete de Kirchner. Sergio Massa, el presidente de la Cámara de Diputados que dio media sanción al recorte, era el titular de la Anses. Cristina, que dio la aprobación definitiva desde la presidencia de la Cámara Alta, era senadora y primera dama. No es el fin de la coherencia, sino el principio olvidado de que a toda acción corresponde una reacción.

Pavimentadamente inundados

En Tucumán ocurre otro tanto. La suspensión del último tramo de la “cláusula gatillo”, que debía actualizar en un 10,5% los salarios estatales de diciembre, es el resultado de haber elevado a la categoría de política de Estado la indexación de haberes por inflación, a costa inclusive de la obra pública. Las inundaciones sempiternas son la consecuencia de esas determinaciones, pero sobre todo de la desaprovechada bonanza de la primera década de este siglo. La decisión del Poder Ejecutivo tucumano de ese momento, explicitada por el entonces gobernador José Alperovich a los delegados comunales en un encuentro en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno, era que debían priorizarse las obras “de alto impacto político”. La provincia, luego, es un territorio que se inunda mucho, pero asfaltadamente. Esa es la secuela de la Democracia Pavimentadora.

La apuesta por lo salarial fue una decisión tomada con la meta de construir legitimidad de hecho para un Gobierno que había asumido en 2015 con una dudosa legitimidad de origen, luego de que los comicios estragados por maniobras fraudulentas fueran anulados por la Cámara en lo Contencioso Administrativo y fueran execrados a nivel nacional como el ejemplo del mal ejemplo. A los efectos políticos funcionó muy bien, y a los efectos electorales anduvo mejor. Pero fue una medida que respondió a una política de presente perpetuo: había que ganar terreno político día a día, sin importar lo que pudiese venir después.

Los acuerdos salariales con seguro estatal contra la inflación terminaron siendo uno de los factores que devastaron el Tesoro de la Provincia. Había que ganar a cualquier precio. El precio está aquí. Y resulta que no es cualquiera. Ahora hay que pagarlo.

Ya no hay espanto y tampoco hay amor

El triunfo, por cierto, también trae consecuencias. Juan Manzur y Osvaldo Jaldo lograron la reelección con la mitad más uno de los votos. Sacándole 300.000 votos de diferencia al macrismo. Y 400.000 al alperovichismo. Esa derrota eliminó al senador José Alperovich como un factor desequilibrante en el peronismo tucumano. Era, hasta entonces, una amenaza que había mantenidos unidos al gobernador y al vicegobernador, en una única convicción: Alperovich podía enfrentar a uno o al otro, pero no a los dos juntos.

Ahora que el ex gobernador no es una opción electoral (el golpe a su imagen pública que representa la denuncia de su sobrina segunda por presunto abuso sexual es por estas horas demoledor), no hay espanto que una al binomio. Y en política no hay amor.

Las tensiones y las desconfianzas entre Manzur y Jaldo se trafican solapadamente, pero en el mundillo del poder son la comidilla de cada día. Después del espaldarazo electoral del 9 de junio, legisladores y concejales del peronismo salieron a alentar la idea de una reforma constitucional para habilitar más reelecciones. Los manzuristas proclamaron que les quedaba “resto” para más gobiernos. Los jaldistas les advirtieron que querían modificar el contrato de poder que suscribieron tácitamente: el siguiente en el turno es para el vicegobernador. Ahora, con la crisis económica poniendo a los tucumanos en serios aprietos, los jaldistas dan por clausurada cualquier intentona de enmienda. Mientras que los manzuristas sólo la consideran postergada. Hay un escenario político que fue trastrocado en 2019. Hay que hacerse cargo del desorden.

La trampa del presente sobrevaluado

“La desorientación (…) resulta en primer lugar de la sensación que muchos de nosotros tenemos de haber sido atrapados en un universo de acontecimientos que no logramos entender del todo y que en gran medida parecen escapar a nuestro control”, escribió Giddens en su ensayo.

En realidad, tanto es el déficit de consciencia acerca de las consecuencias que cuando nos encontramos con ellas nos cuesta identificarlas. ¿Cómo reconocer los resultados en una sociedad que proclama que hay que “vivir el hoy” porque “no importa el mañana”? ¿Cómo prepara esa sociedad a sus dirigentes para identificar las reacciones que generan sus acciones si el corto plazo ha sido declarado como el único plazo políticamente válido?

Las noten o no, las consecuencias están aquí. Finalmente, nos han alcanzado.

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