La belleza de lo imperfecto

“Nuestras cicatrices tienen la virtud de recordarnos que el pasado fue real”. En esa frase, pronunciada por el infame y ficticio Hannibal Lecter en “Dragón Rojo”, bien podría resumirse el propósito del Kintsugi, un antiguo arte japonés que consiste en reparar piezas de cerámica utilizando un barniz especial, espolvoreado con oro o plata, con el fin de resaltar las junturas en lugar de disimularlas. Se trata no sólo de una técnica, sino de una filosofía que intenta rescatar la belleza de lo imperfecto. Ese concepto, que los japoneses denominaron wabi-sabi y que hoy es una de las principales tendencias en diseño y decoración de interiores, propone aceptar la aceptación del ciclo vital de las cosas (y de las personas), de sus asimetrías, y realzar el valor de las marcas que deja el paso del tiempo.

Según cuenta la leyenda, el Kintsugi (o Kintsukuroi) surgió hace alrededor de cinco siglos, cuando el shogun Ashikaga Yoshimasa envió a China un cuenco muy preciado que utilizaba para la ceremonia del té. La reparación, hecha con unas grapas metálicas poco agradables a la vista, lejos estuvo de satisfacer al shogun, quien decidió acudir a artesanos de su país para encontrar una solución más estética. El resultado fue el Kintsugi (en japonés, “carpintería de oro”), que en lugar de ocultar las cicatrices del proceso, les otorgaba un brillo particular. Las rajaduras venían a ser ya no un defecto del objeto, sino la virtud que lo embellecía y lo volvía único, hasta tal punto de que muchos artesanos fueron sospechados de romper objetos a propósito para poder repararlos mediante esta nueva técnica.

El Kintsugi viene así a contradecir el mandato de una sociedad moderna que prefiere reemplazar antes que reparar, que sobrevalora las apariencias y que identifica belleza con perfección. Esa visión distorsionada de la realidad, esa discordancia entre lo que se ve y lo que realmente es, se aprecia sobre todo en las redes sociales. Más allá de los infinitos filtros que disimulan ojeras y manchas en la cara, o las aplicaciones para retocar desde el color de ojos hasta el ancho de la cintura, por lo general el contenido de lo que se postea omite reflejar momentos de desdicha (¡cuántas crisis de pareja o relaciones tóxicas se esconden detrás de fotos aparentemente felices!), de mediocridad (que los tenemos todos) o de envejecimiento. Es decir, se suele esconder la imperfección abajo de la alfombra. El Kintsugi, por el contrario, busca mostrarla, bajo la idea de que las cicatrices cuentan una historia. Hablan de algo que se rompió y que fue reconstruido. “La herida es el lugar por donde entra la luz”, definía el poeta persa Rumi.

Quienes hayan visto -o vayan a ver- The Rise of Skywalker (“El ascenso de Skywalker”), la última película de Star Wars, podrán advertir una suerte de Kintsugi: el casco de Kylo Ren, el atormentado villano de la última trilogía, vuelve a aparecer luego de que fuera destruido por su dueño en The Last Jedi (“Los últimos jedis”), pero no luce totalmente renovado, sino visiblemente reparado, con las junturas resaltadas en un rojo brillante, intentando reflejar que sus dudas han quedado atrás, que está entero otra vez y más firme que antes.

Y es que no somos más que el resultado de todo lo que nos ha pasado hasta ahora. Las cicatrices son las marcas que nos lo recuerdan y nos empujan a aprender de nuestros errores. Quizás deberíamos esconderlas menos y resaltarlas más.

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