¿Crimen o suicidio? Netflix da en la tecla: nadie lo sabe

¿Crimen o suicidio? Netflix da en la tecla: nadie lo sabe

Las miradas ajenas nos generan una mezcla de incomodidad y fascinación. Conmueve que nos acaricien el ego -tan maltratado- porque, aunque sea por un ratito, sentimos que de algún modo nos tienen en cuenta. Y a la vez desconfiamos: ¿por qué esta gente se mete con nosotros? ¿Qué tienen que andar escarbando en nuestras historias, si para eso basta y sobra con las arbitrariedades de cosecha propia que enarbolamos a la hora de contarlas? Será que, en el fondo, nos asusta el qué diran globalizado; esas opiniones y puntos de vista que no podemos modificar ni deformar. Peor aún: a nadie le importa el efecto que nos provoquen. Hablamos del documental que estrenó Netflix: “Nisman: el fiscal, la presidenta y el espía”.

Webber y Rice compusieron “Evita” y Pink Floyd convirtió la guerra de Malvinas en una ópera rock llamada “The final cut”, y en ambos casos -entre tantos- los argentinos no tuvimos ni voz ni voto. “Los dos Papas”, exitosa película de Netflix, bucea en la vida de Jorge Bergoglio desde una perspectiva multinacional: el director es brasileño (Fernando Meirelles), el guionista es neocelandés (Anthony McCarten) y a Francisco lo encarna un inglés (Jonathan Pryce). Y vale la disgresión: Pryce ya había interpretado a Perón en la versión de “Evita” que filmó Oliver Stone, así que sólo le faltaría hacer de Maradona para ufanarse de concentrar en una sola carrera a la divina trinidad de la cultura popular argentina. No le será fácil.

Hay algún punto de contacto entre la serie sobre el caso Nisman y “El mensajero”, documental que aborda la labor de Robert Cox durante la última dictadura cívico-militar. Cox dirigía el diario Buenos Aires Herald, el único que publicaba información sobre los desaparecidos. Sobre las presiones y el riesgo -al punto que se vio obligado a dejar el país junto a su familia-, Cox ubicaba el deber ser periodístico. “El mensajero” retrata a ese personaje y a la época que le tocó transitar desde los ojos de un australiano (Jayson McNamara), que si bien se cuida de no adscribir a la teoría de los dos demonios propone una visión crítica integral. Hubo quien definió a “El mensajero” como un filme no militante y la misma calificación sirve para adentrarse en “Nisman: el fiscal, la presidenta y el espía”.

En detalle

Son seis capítulos de una hora, disponibles en Netflix y trabajados por el realizador inglés Justin Webster con un riguroso apego a la técnica del documental clásico. Webster le dedicó cuatro años a esta investigación y se nota, porque su obra está colmada de fuentes. Hay muchísimas voces, de toda clase y color. Le faltó una: la de Cristina Fernández de Kirchner. Debe haberla buscado de todas las formas imaginables.

El documental político es una de las pasiones de Webster. Hizo uno muy bueno sobre las negociaciones que frizaron el terrorismo en España (“El fin de ETA”) y otro extraordinario a partir de la historia del abogado guatemalteco Rodrigo Rosenberg (“Seré asesinado”). Antes de sumergirse en el caso Nisman, Webster había entregado otro documental muy recomendable: “Gabo, la creación de Gabriel García Márquez”. Se trata de un realizador cuidadoso y certero a la hora de elegir sus proyectos. Y el de Nisman lo atrapó, lo absorbió, lo exigió.

Hay un efecto curioso que está produciendo la serie. Quienes están convencidos de que Nisman se suicidó consideran que el documental corrobora la hipótesis del homicidio, y lo mismo al revés. En ese sentido, Webster no saca conclusiones, se limita a confrontar las opiniones de los peritos y esa exposición de la complejidad del caso derriba uno de los mitos nacionales contemporáneos: todos creen saber mucho y en realidad la mayoría no sabe nada.

Sí queda claro que es más difícil probar el homicidio que el suicidio y allí se basa la declaración de Alberto Fernández, entrevistado por Webster: “no apareció una sola prueba seria que diga que a Nisman lo mataron”. El problema es que el Presidente de la Nación no sostenía lo mismo en 2017, cuando afirmó durante una entrevista televisiva: “nunca sentí que fuera un hombre tan alterado como para suicidarse el domingo. Sentía que había descubierto algo muy trascendental”. Fernández es prisionero de sus palabras y no es el único que ostenta esa condición en la docuserie.

Protagonistas

Uno de los hallazgos de Webster es la entrevista al ex Jefe de Operaciones de la SIDE, Antonio (“Jaime”) Stiuso, quien se declara amigo de Nisman y aporta con la suficiencia propia de quienes acreditan el oficio de espía una serie de datos por lo menos cuestionables. En más de una ocasión, ante la repregunta que lo descoloca, Stiuso se limita a responder con una sonrisa. El sólo hecho de ver en cámara a un personaje del que tanto se dijo y se escribió en la Argentina de los últimos años genera sorpresa e interés, aunque al cabo sus definiciones sólo generen desconfianza.

También es poderoso el momento en el que Ross Newland, ex representante de la CIA en la Argentina, confirma lo que muchos sospechaban: Nisman actuaba en línea con los intereses de Estados Unidos.

La narración viaja desde el 18 de enero de 2015, el día en el que Nisman apareció muerto en su departamento de Puerto Madero, al 18 de julio de 1994, cuando voló la sede de la AMIA en Buenos Aires. Hay una navegación por esos 21 años, ida y vuelta, obligada por la conexión de los hechos, y es cierto que en algún momento a Webster le cuesta mantener el foco. Es el único reproche que podrían merecer las seis horas de metraje que eligió presentarle al mundo en la pantalla de Netflix. Hay quienes se quejan por algunas deficiencias en el subtitulado. Aparecen, es cierto, pero no son trascendentes.

Lo valioso, lo incuestionable, es la honestidad y el profesionalismo de la investigación, su carácter plural, profundo; sustentada además por la calidad de la serie como hecho artístico en sí misma. El documental no afirma que a Nisman lo mataron ni que se suicidió, sencillamente porque a casi cinco años del episodio no hay certezas, sólo pericias antagónicas que terminan defendiéndose con la pasión propia de la grieta.

Webster no abre juicios sobre Stiuso ni sobre Diego Lagamorsino, quien durante la entrevista ratifica lo que viene afirmando desde el comienzo: sólo le prestó el arma a Nisman y del resto no sabe nada. El protagonismo de personajes tan turbios como Stiuso y Lagomarsino explica, en buena medida, el laberinto por el que discurre el caso.

Mucho más humana es la aproximación al ex canciller Héctor Timerman. Su autocrítica sobre el memorándum de entendimiento con Irán es otro punto clave de la docuserie: “nunca medimos las desventajas, que fueron mucho más grandes que las ventajas”, le confiesa Timerman, ya muy enfermo -murió en 2018- a Webster.

El verano suele invitar al pasatismo de libros, películas o series más ligadas a la distensión que al ejercicio de mirarnos como sociedad. Pero hay determinados imperativos con nuestra historia que no merecen ni pueden eludirse. “Nisman: el fiscal, la presidenta y el espía” cuenta con el valor agregado del registro externo, capaz de sustraerse de la politización que nos domina, de los preconceptos, del lugar común de los credos transformados en opiniones. La docuserie invita, básicamente, a pensar.

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