Claudio Arrau: tocando con la profundidad del alma

Claudio Arrau: tocando con la profundidad del alma

El gran pianista chileno del siglo XX actuó en Tucumán en dos oportunidades. La tentación de la vanidad.

VELADA BEETHOVENIANA. Claudio Arrau agradece los aplausos tucumanos tras interpretar el Concierto N° 4.  VELADA BEETHOVENIANA. Claudio Arrau agradece los aplausos tucumanos tras interpretar el Concierto N° 4.

1932. Junio 7. Los duendes beethovenianos se agitan en el Sol menor del piano y conversan con la Filarmónica, guiada por Carlos Olivares. Los aplausos se ponen de pie en el teatro Belgrano para saludar la labor del solista ese martes tucumano. En la velada dominical del día 5, ha interpretado el Rondó en Re mayor, de Mozart; la Sonata N° 7 en Re mayor Op. 10, de Beethoven; dos Estudios y el Scherzo en Si menor, de Chopin; Danseuses de Delphes y Jardin sous la pluie, de Debussy, Allegro Bárbaro, de Bela Bartok; El Puerto y Triana, de Albéniz.

La expectativa que ha despertado su fama mundial “no ha sido defraudada, sino que, por el contrario, se podría decir que nos ha dado más de lo que esperábamos… se trata de uno de los artistas más completos que en su género hemos oído. Sólida musicalidad, fraseo claro, expresivo y sin afectaciones, su técnica sorprendente; su ductilidad de espíritu y evidente cultura, le permiten abarcar con éxito la interpretación de todos los estilos. Una de sus más notables condiciones, es la singular belleza de sonido… nos había dado la impresión de un pianista estupendo pero su actuación en el concierto sinfónico interpretando a Beethoven nos parece que lo eleva más todavía. Párrafo aparte, merece el elogio la orquesta que lo acompañó bajo la dirección del maestro Olivares como pocas veces estamos acostumbrados de oírla”, dice la crónica de LA GACETA.

Martes. Los rugidos del volcán de Chillán cesan ese 6 de febrero de 1903 para que puedan escucharse los chilenos chillidos de un changuito. La muerte se lleva al padre oculista a los pocos meses. Las manos pianistas de su madre arrullan sus sueños. Apenas tiene cinco años, cuando sorprende interpretando la Sonata en Do mayor, de Mozart. Las lágrimas florecen en los ojos del presidente Montt. “A este niño hay que becarlo”, dice. Martin Krause, antiguo alumno de Franz Liszt, le abre los brazos a sus 8 años en el Conservatorio Stern de Berlín. Como es huérfano de padre, tres mujeres lo acompañan (su hermana, su madre y una tía). En 1916 cuelga en su pecho la medalla de oro “Hollander” y cinco años después se lanza a la conquista del mundo.

¡La vida te espera!

Pero algo no funciona. Bloqueos emocionales le trampean sus dedos y nervios. Fracasa en Estados Unidos. Está angustiado. Esa tarde berlinesa de 1924, el pucho del psicoanalista extingue con minuciosidad cada brasa en el cenicero. Encoge la tristeza entre sus manos, pensando que ya no lo volverá a ver, pero simultáneamente un conato de alegría le zigzaguea el rostro porque el muchacho de 21 años ha encontrado su camino. Se levanta de su sillón, le tiende una mirada afectuosa y le dice: “Buena suerte, hijo. ¡La vida te espera!” El muchacho cierra la puerta de los miedos y se va murmurando: “para poder tocar el piano, debo aprender en primer lugar a quererlo”. Años después dirá: “El análisis me mostró que la inhibición que me impedía expresarme al máximo, estaba ligada a la vanidad. Yo quería agradar y tenía terror de no lograrlo”.

Las huestes nazis avanzan. “La Alemania de aquella época era una explosión de la creatividad humana en todas sus formas. Cuando Hitler llegó al poder, en pocos meses se desintegró toda esa fuerza creadora, esa floración maravillosa. Dijeron que era degenerada y de inspiración judía”, cuenta.

1937. Ruth Schneider, mezzosoprano, perturba sus latidos. Los corazones se unen en altar; llegan los hijos. Pero el nazismo le cachetea sus pensamientos democráticos. Afinca sus dedos en Vermont (Estados Unidos). Su fama crece.

Con fervor y respeto

1942. Domingo. La gala del 24 de mayo le abre los brazos en Tucumán. Los conciertos en Sol mayor, del gran sordo de Bonn, y en La menor, de Schumann, con la compañía de la Filarmónica, conducida por Alex Conrad, despeinan la emoción en la vieja sala de la Academia de Bellas Artes, ante el asombro de Enrique Casella, Luis Gianneo y del gobernador Miguel Critto. “Se encuentra en pleno dominio de sus excepcionales facultades… los elogios respecto a la calidad de su sonido, la claridad de su expresión, su manera de decir y sobre todo, la comprensión de los estilos de los autores, a quienes sirve con gran fervor y respeto, han sido muy merecidos”, señala la larga crónica de LA GACETA del 25 de mayo. 

Dos años después, los tucumanos se quedan con ganas de escucharlo. El 3 de agosto de 1944, el avión que va a Lima se detiene para darse un respiro en nuestro aeropuerto. El músico Casella y el cónsul peruano Julio Castillo lo saludan al gran chillanense.

“Cuando un alumno no logra sentir un fraseo musical, le pido que intente tararearlo y muy a menudo consigue trasponer al piano esa respiración. No tocamos solo con los dedos, sino con todo el cuerpo y este debe estar en contacto con la profundidad del alma. Debemos sentir todo este peso sobre el teclado”, comenta.

Sus grabaciones circulan ya por todo el planeta. Es matemático y cerebral, según los norteamericanos; no es espectacular como ellos lo desean, pero otros auditorios hincan sus rodillas ante su teclado. “Si la música es buena, reúne a la gente a su alrededor y yo quería hacer eso”, reflexiona.

“Hay que luchar contra la tentación de la vanidad y la búsqueda vana del aplauso. Procuro leer cuatro horas diarias, pero necesitaría 10 horas y tres pares de ojos para mirar. Cuanto más ampliemos nuestro horizonte, tanto más lejos podremos llegar en la profundización del arte de la interpretación, tanto más desarrollaremos la intuición musical. A veces algo nos parece oscuro en una partitura, cuyo sentido se nos escapa. De pronto, la visión o el recuerdo de un paisaje o una obra de arte nos da una clave”, dice.

1984. El pueblo chileno abraza a su hijo por primera vez desde su partida. Esconderá el llanto en alguna sarabanda de Bach. La magia de 81 años sigue intacta. De tal Chillán, tal chillanense “Tomo algunas vitaminas y sobre todo, mucha música. Interpretar no es reflexionar sino sumergirse en el corazón de la música”, confiesa.

Molestias intestinales. Complicaciones en la operación. Ese domingo 9 de junio de 1991 es aún de madrugada en Austria. “Siempre he tenido una actitud fundamentalmente positiva ante la vida, pero prefiero mirarlos problemas de frente, antes de eludirlos”, piensa Claudio Arrau. La Bénédiction de Dieu dans la solitude, de Liszt, se trepa ahora a sus sueños en el hospital austríaco de Mürzzuschlag y comienza quizás a correrles las cortinas a los pentagramas.

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