Nuestra primera biblioteca pública

Nuestra primera biblioteca pública

La fundó el gobernador Marcos Paz en 1858 y se instaló en el Colegio San Miguel.

EL LOCAL. Patio del Colegio Nacional -hoy Escuela Sarmiento- donde funcionó unos pocos años el Colegio San Miguel, en una foto de 1870. EL LOCAL. Patio del Colegio Nacional -hoy Escuela Sarmiento- donde funcionó unos pocos años el Colegio San Miguel, en una foto de 1870.

El gobierno del coronel doctor Marcos Paz en Tucumán (1858-1860) fue sin duda el más progresista de los años inmediatamente posteriores a la batalla de Caseros. Esta característica se evidenció no sólo en sus múltiples obras públicas y de asistencia social, sino también en una resuelta acción cultural y educativa.

La manifestó en el impulso que dio al Colegio San Miguel, instalado durante el gobierno anterior del doctor Agustín Justo de la Vega, bajo la dirección de un maestro francés, el doctor Amadeo Jacques. Fue justamente en ese establecimiento (afirma José R. Fierro en su trabajo “El Tucumán viejo y la primera biblioteca pública”) donde nació la idea de que la ciudad contase con una biblioteca, institución que hasta entonces no existía.

Decreto de creación

Jacques expuso la idea al gobernador Paz y éste firmó, el 23 de julio de 1858, un decreto donde disponía la creación de “una biblioteca pública en el lugar más conveniente que haya, en el Colegio San Miguel”. La ponía bajo la conducción del doctor Jacques, “sin más sueldo que aquel que le está asignado”, estableciendo que cada vez que se cambiara director debía practicarse un inventario de las existencias. Hasta que la Sala de Representantes votase los fondos del caso, el Poder Ejecutivo destinaría 100 pesos anuales de la partida de “gastos extraordinarios” para la compra de libros.

Los realistas considerandos del decreto de Paz testimoniaban el deseo del Gobierno de “propagar la ilustración en todas las clases de la sociedad, usando de los recursos que están a su alcance”. Juzgaba que “plantear una biblioteca pública” era uno de los principales. No se descartaba que “sólo con el curso de los años” podría conseguirse el éxito en este terreno; pero tenía en cuenta que “es de suma necesidad principiar, aunque sea en muy pequeña escala”.

Muy escasos libros

Actualmente, en que los libros son algo común y pueden comprarse en cualquier parte, es difícil imaginar la rareza que constituían en 1858, en una ciudad tan alejada de Buenos Aires, único lugar, además de Córdoba, donde podían adquirirse. No existía en Tucumán ningún negocio de los que hoy conocemos como “librería”. Y por cierto que la escasa alfabetización del público no generaba muchos lectores.

De esa manera, eran muy pocas las personas que tenían libros en sus casas. Como lo muestran los antiguos expedientes sucesorios, la posesión de ellos estaba limitada a los abogados, a los médicos y a los sacerdotes cultos, y siempre en escasa cantidad y variedad.

Por ejemplo, el primer diccionario inglés-castellano llegó a Tucumán recién hacia 1800. Perteneció al obispo José Agustín Molina y luego a Marco Manuel de Avellaneda. El doctor Fabio López García lo donaría a la Biblioteca Sarmiento, en 1884.

Los jesuitas

La única biblioteca importante que conoció Tucumán -y que era privada- fue la que los padres jesuitas tenían en su colegio de la ciudad. Apunta Paul Groussac que cuando la orden fue expulsada, en 1767, los oficiales reales buscaban joyas y dinero en el colegio, que allanaron. Encontraron, en cambio, que en la habitación de cada religioso había como un centenar de libros, “verdadero lujo para el tiempo y el punto en que vivían”.

Sin contar estos, la biblioteca del colegio jesuita -ubicado donde hoy está San Francisco- llegaba a 843 tomos, a los que había que agregar “doscientos y más folletos impresos”. Por cierto que tan notable conjunto bibliográfico fue desmantelado, y hasta consta que algunos libros se entregaron a escribanos en pago de honorarios…

Donación de Paz

El gobernador Marcos Paz estaba resuelto a que la fundación de la biblioteca arraigara en la sociedad. Al día siguiente de dictado el decreto, y como para dar ejemplo a sus comprovincianos, procedió a donar la entonces bien significativa cantidad de 168 volúmenes de su propiedad a la flamante institución.

La lista, casi todas de obras en francés, incluía una serie de textos clásicos (Rousseau, Montesquieu, La Bruyere, Voltaire, por ejemplo), y otras como la “Geografía universal” de Baffier o la “Historia de Colombia”, de Restrepo; textos jurídicos de Bentham, entre otros. Tres tucumanos, José Padilla, Belisario García y Agustín Muñoz Salvigni, fueron comisionados por Paz para gestionar donaciones de libros y conseguir fondos para la biblioteca.

Jacques proponía instalarla en la sacristía de la vecina iglesia de La Merced. Sugería también que se pidiera a los padres de alumnos del San Miguel una pequeña contribución anual con el mismo propósito.

Primera compra

Los primeros libros que se compraron con los 100 pesos del presupuesto pertenecían al pintor Félix Revol, un francés que había llegado a Tucumán para encargarse de la decoración de la flamante Iglesia Matriz. Ofreció en venta una “Química aplicada a las artes”, de Dumas (ocho tomos y un atlas); los seis volúmenes del “Gran diccionario de artes y oficios”; otros seis de las obras completas de Buffon; El “Arte industrial” de Fencheres y las obras de Vignola. La compra de estos libros -todos editados en francés- fue autorizada por el gobernador Paz.

Entusiasmado, Jacques decía al gobernador, a mediados de agosto, que los jóvenes del Colegio habían resuelto “levantar una suscripción pública” para la nueva institución. No dudaba que “cuando sea conocido el resultado de este laudable esfuerzo, yo podré con más acierto encargar a Buenos Aires la compra de libros que me ha sido confiada”.

Después

Suponemos que la biblioteca del San Miguel pasaría luego a integrar la del Colegio Nacional de Tucumán, al ser fundado este establecimiento en 1864, dos años después del desdichado cierre de la experiencia de Amadeo Jacques.

Ya por entonces se realizaba alguna venta de libros en Tucumán. Informa José R. Fierro que en 1859 llegó don Pedro Forgua, trayendo una serie de obras científicas y de entretenimiento. Se estableció en la segunda cuadra de la actual calle Laprida. “En poco tiempo hizo su negocio y logró vender muchos libros, y también estampas y cuadros. Siguió viaje, pero dejó buenos recuerdos”, agrega Fierro.

Recuerda Groussac que durante las presidencias de Domingo Faustino Sarmiento y de Nicolás Avellaneda se multiplicaban las “bibliotecas populares” junto a las escuelas. Pero sucedía que el público no estaba preparado para digerir los libros enviados de Buenos Aires, algunos muy valiosos, que no pocas veces quedaban tirados en cualquier parte.

“En una escuela de Jujuy se me fueron los ojos tras una edición de Platón como no he vuelto a hallar en el país”, cuenta. Y fue “cerca de Yavi donde, por cuatro chirolas bolivianas, adquirí en el mismo rancho un excelente cordero mamón y un tomo descabalado del ‘Théatre complet’ de Dumas hijo”…

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