

Walter Gallardo
Madrid, España
Vivo lejos desde hace más de veinte años: a 10.039 kilómetros de Buenos Aires, según Google, y de Tucumán a algo menos, a apenas 9.799, aunque para llegar al segundo destino siempre tardo más. Bastante más. Nada extraño.
Hace poco me subí a un par de aviones y recorrí esa distancia por motivos personales y por otros que nunca logro descifrar. Pero bien, lo cierto es que viajé a Tucumán y mi primera sorpresa fue comprobar a través de un descomunal despliegue propagandístico que hay alguien que se esmera en cuidar a todo el mundo, incluso a los que no quieren ser cuidados: se trata de un hombre calvo y algo gordo que tiene tatuada una sonrisa y besa sin parar a niños (más a bebés), estudiantes, turistas (pocas veces visto), jubilados o al que sólo pasaba por ahí, pero no como si diera un cariño irreprimible sino como si fuera él quien lo necesitara más que nadie. Curioso, diría, por usar un adjetivo que intenta reprimir otros.
¿Qué ves?
Recorrí las calles y, ante mi notoria ineptitud para encontrar los milagros de los que habla la propaganda oficial, se me ocurrió como periodista que soy la propuesta de un programa o un pequeño espacio dentro de los noticieros de televisión: se llamaría “¿Qué ves cuando ves lo que ves?”. Consistiría en mostrarle a alguien, a un obrero, a un médico, a un abogado, a un estudiante, a un taxista o a un político una imagen que contuviera algo anormal o ilegal a lo que la vida cotidiana del ciudadano ya está acostumbrada. Por ejemplo, niños que en horario escolar están mendigando a las puertas de una hamburguesería, policías que conversan amigablemente con un vendedor de reproducciones falsas de cualquier producto, gente vendiendo un pescado colgado de un gancho en una calle polvorienta, puestos de comida sin ningún control sanitario, colectivos despidiendo una peste desde los caños de escape o, desde el aire, una panorámica de los incendios de campos que, por algún motivo conocido por todos, cuesta ponerles nombre. Y el entrevistado me diría qué ve cuando ve lo que ve. Es decir, lo que ven todos pero que a fuerza de verlo ya ha dejado de verse y, paradójicamente, no ha desaparecido, sino que va en aumento.
En esas divagaciones andaba yo por la ciudad, cuando tropecé con una puerta entreabierta de mi pasado. Confieso que lo sabía, pero la tentación fue mayor: hace mucho aprendí que nunca se vuelve al lugar que un día se ha dejado, porque ese ya no existe, ni mucho menos al lugar que guardamos en la memoria, porque la memoria es una copia deshonesta de la verdad. El famoso río de Heráclito. No podrás bañarte dos veces en las mismas aguas.
En fin, el caso es que entré en el edificio de la antigua biblioteca Sarmiento, un lugar donde he pasado horas adorables de mi adolescencia y mi primera juventud como tantos otros estudiantes de familias de clase media baja que no tenían recursos para comprar los libros y estudiar con ellos en casa. También pasé horas de rebeldía, utilizándola como refugio cuando había tenido alguna rabieta familiar y quería estar solo donde no necesitara dinero. Solía elegir una mesa al lado de un ventanal que daba a un patio luminoso y me sumergía en la lectura, algunas destinadas a mis obligaciones y otras sólo al placer literario, en el profundo y fresco silencio de la sala principal ajena al rugido de la ciudad, como una nave suspendida lejos de la Tierra.
¡Qué hermosas horas de indulgencia! En ocasiones, en la primera planta se programaban conciertos de piano, en una sala que da a la calle Congreso, o una obra de teatro enfrente, con butacas dignas y una representación profesional. Todo esto solía alargar mi estancia en el edificio mientras en casa mis padres pensaban que podía estar entregado a vicios inconfesables, mezclado con amistades peligrosas o avergonzando de algún modo a la familia. Lo que los padres siempre temen que sus hijos hagan. Nada diferente de lo que ellos hicieron a las mismas edades.
Al volver a la calle, sentía el desequilibrio de quien debe ajustarse a un mundo que había quedado en pausa mientras ingresaba a otro fuera del espacio y del tiempo. Es decir, volvía a un mundo menos agradable y menos compasivo e intentaba disimular la malsana atracción de Julio Cortázar, Joseph Conrad o Gustave Flaubert. Dentro de mí, no obstante, sabía que contaba con ese bálsamo cada vez que lo necesitara.
En 2019 volví a la sala, aunque no volví a la sala de entonces sino a un rostro trágico de sí misma. Un bibliotecario muy cordial me atendió como si hubiera ingresado allí por un despiste. Las visitas son poco habituales, me dijo, de manera que supe disculpar su torpeza como anfitrión. Un jubilado durmiéndose ante un ejemplar de LA GACETA era el único habitante de aquella inmensa soledad de decadencia. Y me lo confirmó el bibliotecario: es el único lector que recibimos a diario. Pedí permiso para dar un paseo y me lo concedió. Esto fue lo que vi y sentí: los cristales de los anaqueles rotos, los libros y el mobiliario cubiertos con una capa de polvo que se parece al desprecio, las humedades carcomiendo las paredes y los techos y un olvido en el aire que ya está vestido para hacerse con su puesto en breve.
Del asombro al frío
Luego, sin esperar ningún consentimiento, subí al primer piso, abrí la puerta de un lugar antes familiar y mi asombro se convirtió en un frío eléctrico bajando por mi espalda: las butacas del teatro cubiertas por una lona, los cristales de las ventanas rotos y una población de palomas muertas como testimonio de la deriva. Un escenario intencional del terror, perfeccionado por la impertinencia de los ignorantes y corruptos, aquellos que todos conocen y pocos condenan o castigan.
Silencio. Ante lo que no tiene explicación, el silencio es una suerte de pausa para asimilar el impacto. Como cuando se recibe un insulto inesperado o una bofetada por sorpresa. De pronto, recordé las muchas bibliotecas que he visitado o me sirvieron de albergue temporal en muchas ciudades de Europa o Estados Unidos, lugares hospitalarios que abren los brazos a los que tienen sed de lectura, conocimiento o de intimidad; actualmente, espacios donde se puede pasar un día productivo trabajando o estudiando, con conexión a Internet, salas especiales de estudio para grupos, auditorios para presentaciones de libros o charlas, exposiciones de cuadros o pequeños cines para las producciones independientes, algunas de ellas barriales; salas, todas ellas, provistas de calefacción y aire acondicionado para que ninguna estación del año amedrente a la cultura. Lo natural en cualquier sociedad civilizada que tiene un orden de prioridades para la inversión de los impuestos pagados por sus ciudadanos.
¿Qué ha pasado con esta biblioteca, orgullo y símbolo de otras épocas, que pertenece a una universidad propietaria o ex propietaria de una mina? Sí, una mina, lo que en un individuo equivale a haber ganado la lotería. Se supone que las universidades están administradas por personas cultas, con una sensibilidad especial hacia las artes, pero ahora lo dudo o me despierta sospechas de un tipo en particular. De todas maneras, visto lo visto cualquier explicación será difícil de comprender. O inaceptable.
Me fui de aquel edificio con el abatimiento de quien ve traicionada una parte innegociable de su memoria, como si acabara de presenciar el derrumbe de las ruinas de antiguas ilusiones y sueños candorosos. Las ruinas de mí mismo, en definitiva.
Desde la vereda de enfrente, me puse a observarlo, le tomé algunas fotos y sentí la extraña sensación de despedir a un entrañable amigo. Como si hubiera muerto.
Vaya mi pésame desde la ciudad donde escribo estas líneas, a 9.799 kilómetros de Tucumán.







