Perdió casi toda la visión, y 17 años después recobró las ganas de vivir

Perdió casi toda la visión, y 17 años después recobró las ganas de vivir

Carlos Lencina perdió casi la totalidad de la vista durante un accidente de trabajo. A causa de esto pasó 17 años encerrado y sumido en una profunda depresión. Sin embargo, recuperó las ganas de vivir cuando empezó a aplicar sus conocimientos de ingeniero químico a la fabricación de cerveza. Acá, su historia.

Un día Carlos Lencina tocó fondo. La oscuridad dominaba su vida.

Fueron 17 años de encierro. Más de 6.200 interminables días sin pisar una calle. Su casa se había convertido literalmente en una cárcel. Su condena: un accidente de trabajo que lo había dejado prácticamente ciego. Tenía que salir. Había dos opciones: reinventarse o el cementerio, según sus evaluaciones. Decidió intentar lo primero. Hoy cambió los días de soledad y tristeza por apasionadas jornadas de trabajo en una fábrica de cerveza artesanal que él mismo creó y que le devolvió las ganas de vivir.

El piso está barrido a la perfección. Sobre las estanterías hay varios frascos prolijamente acomodados. Es una fría mañana. El aroma a malta invade el olfato antes de llegar al fondo de esta vivienda del barrio Gente de Prensa (altura General Paz al 2.900), donde Carlos tiene su emprendimiento. Esa es la misma casa donde se crío. El hombre de 58 años llegó ahí con su familia cuando tenía 9.

Por ese espacio Lencina se mueve sin problemas. Cuando sale, no se aleja del bastón verde. “Me queda el 10% de la vista, con suerte”, explica.

¿Qué significa eso? “Que veo borroso. Puedo distinguir una figura humana, pero no puedo ver su cara ni precisar a qué distancia se encuentra. Es como si viviera en medio de una neblina”, aclara antes de empezar a contarnos la historia de su vida, un verdadero relato de dolor y superación personal.

Antes del fuego

Carlos lo tenía todo. Con apenas 28 años se había recibido de ingeniero químico de la UNT y había conseguido un trabajo como investigador en una empresa. Disfrutaba de la vida con su familia y amigos. Hacía deportes. Tenía un futuro por demás prometedor.

En el infierno

El día de la explosión había comenzado a trabajar desde temprano en la fábrica. El y su compañero debían hacer una prueba con almidón, en unos tanques grandes que funcionaban a 95 grados. Uno de los tanques falló y expulsó el almidón. Carlos saltó al vacío cuatro metros para escapar de ese infierno. No sufrió ni una quebradura. Pero el 40% de su cuerpo terminó con quemaduras.

Estuvo internado varios meses para recuperarse. En el sanatorio se enteró que su compañero y gran amigo no había sobrevivido al accidente.

De a poco, mientras se curaba de las quemaduras, iba perdiendo la vista.

La retina se desprendió y no había mucho para hacer. Igual lo intentó. Estuvo un año entero consultando médicos. Solo uno quiso operarlo. Al principio logró ver un poco más. Pero al tiempo volvió a nublarse el mundo ante sus ojos.

Tenía 31 años y estaba jubilado. Todo ese futuro prometedor de un joven profesional se había reducido a una habitación donde pasaba las horas acostado escuchando la radio. “Ahí dimensionás qué tan poderosa es la vista. Cuando no podés ver a tu alrededor el mundo se pone demasiado peligroso. Y yo tenía miedo, terror de salir a la calle. Mi mundo se achicó. Mi casa era la cárcel, la oscuridad. Esa era mi vida...”, recuerda.

Resurgir de las cenizas

17 años después de aquel día de infierno seguía sobreviviendo entre las cenizas. Un fuerte episodio de depresión lo tiró a la cama, literalmente. Carlos ya no se quería levantar. “Ahí fue que toqué fondo. Un día, mi madre, María Silvia, me buscó y me dijo que me llevaría a terapia, a una clínica de rehabilitación. Me levanté por inercia. Era mi última chance. Decidí tomarla”, cuenta.

Igual que el ave fénix, Carlos resurgió. Aprendió Braille, a manejarse en la calle con el bastón, tomó clases de gimnasia y de lectura, y fue cada semana a la cita con su psicóloga, Mabel. La constancia le jugó a favor. Hizo cursos de programación para no videntes. Asistió a charlas de emprendedores. Se separó de su esposa. Volvió a la casa de su madre. Siguió capacitándose. Pensó que quería trabajar de nuevo. No quería conformarse con el dinero de la jubilación.

“Cuando me preguntaba qué podía hacer, reapareció un viejo sueño que tuve en la juventud: fabricar mi propia cerveza”, apunta.

Al primer paso lo dio gracias a un amigo que le prestó plata para hacer un curso sobre producción de cerveza artesanal en Córdoba, y a su padre que lo acompañó hasta la Docta. “Me encantó. Pero lo más interesante fue que estando sentado ahí me di cuenta que todo lo que explicaba el profesor yo lo sabía por mi carrera de ingeniero químico”, señala.

Carlos volvió a Tucumán con un kit para hacer sus primeros 20 litros de cerveza. Compró una olla, un bidón (se usa como fermentador), un termómetro y un densímetro. Su primera producción fue aprobada por el paladar de un grupo de amigos, a quienes volvió a reunir después de mucho tiempo. Había recobrado su vida social.

El hombre quedó fascinado con esa primera experiencia. Decidió, entonces, recuperar un viejo espacio que había en el fondo de la casa.

También se lanzó a dictar cursos. En 2013 armó el primer taller. Ahora, ya son 25 por año en los cuales capacita a personas que están dando sus primeros pasos en la fabricación de la popular bebida.

Siempre le gustó la docencia. Pero también siguió adelante con su proyecto de la cervecería artesanal. ¿Por qué decidió bautizar Saint Germain a su cerveza? “Me gusta mucho la metafísica y me fascinó la historia de Saint Germain, que es un maestro espiritual muy importante”, resalta. El color violeta, también presente en su emprendimiento, tiene que ver con la transmutación, con la idea de cambiar las cosas negativas de nuestra vida.

Lejos del fuego

Hace dos años, mientras hacía un curso de emprendedurismo, Carlos aprendió que debía tener proyecto que se diferencie en el mercado. Fue así que lanzó a producir un tipo de producto distinto. Hoy es el único fabricante de cerveza y levadura lager en el noroeste argentino. Él mismo diseñó todo el sistema con una bomba, un freezer en desuso y tres tanques envueltos con material aislante; este tipo de cerveza necesita temperaturas muy bajas para fermentar y por ello en el norte solo se hace de manera industrial, explica. También produce su propia levadura con un método que armó usando dos erlenmeyer (frascos de vidrio usados en laboratorios).

Su sueño era volver a trabajar, sentirse importante. Carlos lo logró.

También pudo cumplir otro objetivo: viajar solo. En 2018 se fue a Buenos Aires en dos oportunidades para asistir a recitales y en las últimas vacaciones paseó por toda la Costa, hizo amigos y disfrutó del mar. Su próximo destino, ahora que a los 58 años se siente más seguro que nunca, será Europa.

“No fue fácil, nada fácil llegar hasta aquí”, dice el hombre de hablar pausado. “Entendí que todos tenemos alguna discapacidad en la vida. Y que no vale echarle la culpa a los otros de lo que no somos capaces de hacer”, evalúa.

Al final, Carlos regresa a los años antes del fuego y piensa en aquel hombre que nunca más pudo ver. Piensa en su dificultad visual y en todos los anhelos que le quedan vivos. “Un certificado te dice cuál es tu discapacidad, pero no dice cuáles son las capacidades que tenés”, resalta. Lo que ahora sabe, lejos de aquel infierno que vivió, es lo que hace falta para creer… para creer en uno mismo.

La principal diferencia entre la cerveza artesanal y la industrial está en el tratamiento que se le da a la materia prima durante el proceso de elaboración. Las cervezas artesanales no utilizan ningún aditivo artificial, se elaboran con un proceso muy controlado desde el molido, la cocción hasta el embotellado o embarrilado. “Lo que siempre digo a mis alumnos -y ellos lo pueden comprobar- es que no se necesitan grandes maquinarias ni ollas industriales para lograrlos”, apuntó Carlos Lencina.

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