Julio Cortázar: 50 años después sigo maravillándome

Julio Cortázar: 50 años después sigo maravillándome

25 Agosto 2019

> PUNTO DE VISTA

HORACIO ELSINGER

DIRECTOR DE LETRAS DEL ENTE CULTURAL

Lo primero que leí de Julio Cortázar fue su relato “El Perseguidor” en 1969, a los 16 años, y literalmente me voló la cabeza. La historia de Johnny Carter, un talentoso saxofonista sumergido en el alcohol y las drogas, que busca desesperadamente una respuesta a sus interrogantes metafísicos (“esto lo estoy tocando mañana…”) me llegaba 10 años después de su publicación como parte del libro “Las armas secretas”, pero en pleno boom de la literatura latinoamericana. Cortázar ya había publicado su “Rayuela” en 1963 y ese mismo año Mario Vargas Llosa  publicaría “La ciudad y los perros”; un año antes, Carlos Fuentes había dado a luz “La muerte de Artemio Cruz”; pocos años después aparecería “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez.
De esa constelación de obras maestras, para muchos “Rayuela” era la que más lejos llevaba la experimentación literaria, ya que no sólo se podía recorrer su historia en forma lineal o convencional sino que proponía como alternativa distinta, en un desafío lúdico, saltar y alternar capítulos, o elegir el orden que el lector desease. A la par, los encuentros y desencuentros amorosos de los personajes centrales, Horacio Oliveira y La Maga, eran atrapantes y el texto alcanzaba momentos de elevación poética.
Sin duda la década de los 60 fue fecunda literariamente. Pero el boom latinoamericano era parte de un proceso social y cultural que incluía la Revolución cubana y las luchas antidictatoriales de la época, en la que participaban vastos sectores juveniles. El fantasma de la revolución recorre el continente y tiene nombre: el Che Guevara. Cortázar, que había partido a París en 1951, no puede sustraerse a la fascinación que ejerce sobre muchos escritores e intelectuales esa revolución y comienza a reencontrarse con su destino latinoamericano. La figura del Che jugará un papel muy importante en su acercamiento al proceso revolucionario, aunque nunca haya llegado a conocerlo personalmente.
El boom latinoamericano creó un lector ávido de nuevas lecturas. La conexión que sentían muchos jóvenes de entonces con Cortázar iba más allá de lo estrictamente literario o, por lo menos, no se reducía a sólo ese aspecto. Incluso, paradójicamente, vista a la distancia, su obra literaria era subversiva respecto a la revolución misma. La lectura de Cortázar significaba para una parte de esa generación dominada por mandatos morales, leyes de la historia y disciplina revolucionaria la llave a un mundo lúdico, un mundo donde, sorpresivamente, podía irrumpir lo insólito, lo extraordinario. Cortázar era para muchos jóvenes el pasaje del reino de la necesidad y la determinación al reino de la libertad. Era encontrarse sin buscarse, vagabundear por la ciudad abierto al encuentro de lo inesperado, entregarse al azar de las calles en búsqueda del amor y la amistad o de experiencias que nos permitieran vislumbrar otro mundo dentro de este. Era, por último, encontrar inesperados vasos comunicantes entre las cosas allí donde nada parecía indicarlo.
50 años después de mi primera lectura de Cortázar sigo revisitando sus textos, especialmente sus cuentos, y maravillándome por su perfección. También, de vez en cuando, vuelvo a escuchar el poema que escribió y grabó en 1967 tras la ejecución del Che. Su voz grave, con ese acento extraño que le era tan propio, me llega, no desde el más allá, pero si desde un mundo lejano en el tiempo: “no nos vimos nunca / pero no importaba. Yo tuve un hermano / que iba por los montes / mientras yo dormía. Lo quise a mi modo, / le tomé su voz / libre como el agua”.  

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