El editorial del desorientado

“Aluniza hoy la nave terrestre”, tituló ese día LA GACETA. Todas las páginas estaban impregnadas del suceso que movilizaba a la humanidad.

Cuando molestaba a mi querida abuela pidiéndole detalles sobre algún suceso célebre de su mocedad del que fue testigo, nunca me sacó del apuro. Se disculpaba diciendo que, sobre el gran acontecimiento, su memoria sólo guardaba detalles sin importancia. Algo así me pasa ahora, cuando lanzo una sonda mental para reconstruir cómo transcurría, en LA GACETA, esa noche del domingo 20 de julio de 1969 en que el hombre puso el pie en la Luna.

A mi escritorio del segundo piso -donde sigo hasta hoy- no llegaba el rumor de la redacción, que supongo estaba comprensiblemente alborotada. Yo redactaba los editoriales. Esa noche, como todas, había preguntado al secretario general, Enrique R. “Harry” García Hamilton, el tema sobre el que debía escribir. Atareado y mientras atendía el teléfono, me dijo: “no sé. El que te parezca y después vemos”.

No recuerdo el asunto al que dediqué mis 60 líneas. Tampoco me puedo explicar cómo se me ocurrió tratar algo que nada tenía que ver con el suceso que mantenía en ascuas al mundo. Llevé el editorial a su despacho, que en ese momento estaba lleno de gente, toda atenta a lo que se iba informando. Ni bien agarró el papel y miró el título, me recriminó, furioso: “¡Pero, Carlos! ¡Está llegando el hombre a la Luna y aquí se habla de cualquier otra cosa! ¡Hacé otro sobre eso, y ya!”

Avergonzado, volví el escritorio y redacté el que apareció al día siguiente sobre la hazaña. Pero no olvido el gesto posterior de ”Harry”. A los minutos de haberme despedido de modo tan áspero, se presentó en mi escritorio –al que no iba nunca- sonriente y dulcificado. Se quedó como media hora, hablando de otras cosas y contándome chistes. Obviamente, era la forma de disculparse, sin decirlo, por su tan justificado arrebato. Nunca olvidé ese rasgo noble de su persona. Es lo único que me queda, nítido, de aquella noche.

El editorial de LA GACETA, el día después

Ante un acontecimiento como la llegada del hombre a la Luna, tan grande es el asombro que invade a la humanidad, que las palabras resultan totalmente inadecuadas y estrechas para lanzarse a enunciar con alguna coherencia cuál es la significación trascendente de semejante suceso. Y, como si fuera poco la maravilla de la caminata sobre el yerto satélite, el mundo tiene la inmensa ventaja de que ella ocurra realzada por todos los fabulosos adelantos de la comunicación, que permiten al hombre escuchar las palabras mismas de los astronautas. 

Así es como casi sin que nos demos cuenta hemos arribado a la apertura de un tiempo diferente de la historia, frente al cual teorías, conceptos, bibliotecas enteras, han venido a envejecer súbitamente. 

El espacio, esa inmensa y misteriosa nada que nos circunda, ha caído también vencido por la inteligencia del ser pensante, lanzada con la Apolo XI hasta un terreno donde sólo habían llegado los más increíbles delirios de la imaginación. Como en un torbellino, la humanidad ha asistido a los pasos del hombre por un mundo diferente, que vendrá a incorporarse desde hoy a lo cognoscible, esa realidad no puede menos que estremecer.

Sería redundante ensayar más ponderaciones sobre un acontecimiento cuya infinita importancia no depende de lo que pueda decirse o escribirse, sino es algo que estalla en el corazón y la piel de todos los que hemos escuchado a través de miles de kilómetros la voz de los hombres victoriosos. Pero nunca será redundante desear que tamaña conquista del ser humano signifique en todos los órdenes un bien para este mundo cuyas controversias e incomprensiones tienen sembrada la muerte, el dolor y el hambre en un territorio demasiado extenso como para que el júbilo por el alunizaje pudiera ser olvidado. 

Acaso el hombre, en el tremendo sacudón que significa caminar por la superficie selenita, pueda también sentir tocadas su mente y su corazón, y obligadas a repensar muchas alternativas. Acaso entonces todas las guerras parezcan absurdas y todas las injusticias verdaderamente despreciables, por un convencimiento de que son nada más que lo miserable e intrascendente en la gran aventura de la humanidad. Es lo mejor que puede desearse para el mundo por medio del asombro: por fin, la total madurez.

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