La torre inútil, el apocalipsis del confort y “no volverá a ocurrir”

La torre inútil, el apocalipsis del confort y “no volverá a ocurrir”

No es la torre oscura de Stephen King ni son las dos torres de Tolkien. Parece que la culpa del desquicio la tuvo la torre 412, esa que debió haberse bancado el backup del sistema eléctrico y que -oh casualidad- está a punto de ser reemplazada porque el río Paraná Guazú le fagocitó los cimientos. Mejor dicho, no es que la 412 haya dejado sin luz a 50 millones de personas, pero de haber funcionado como corresponde habría solucionado la crisis. Y atención cabuleros: en la jerga quinielera el 12 es el soldado, así que lo que tuvimos fue un centinela que se durmió en plena guardia.

Entonces apareció el secretario de Energía, Gustavo Lopetegui, atragantado con los ravioles del Día del Padre y luciendo la camisa a cuadros reglamentaria de un domingo arruinado por culpa de lo impensable. Cargo insalubre el de Lopetegui y si no que lo diga su antecesor Juan José Aranguren, casi un ministro de las malas noticias, obligado a mostrar la cara para anunciar incesantes aumentos de nafta, de gas y de... luz. La cuestión es que, amparado por una escenografía convenientemente oscura, a tono con el blackout, Lopetegui soltó una frase destinada al meme eterno: “no sabemos lo que pasó, pero no volverá a ocurrir”.

Uno se pregunta quién les da letra a los funcionarios en situaciones como esta y advierte, de paso, lo vulnerables que somos. Lo indefensos que vivimos, entregados a una ilusión de confort que se rompe cuando al guión dominguero lo escriben a cuatro manos Philip K. Dick y Kurt Vonnegut, a la película la dirige Stanley Kubrick y en los protagónicos se lucen HAL 9000 y Slim Pickens, pero no a caballo de una ojiva nuclear sino de una torre de alta tensión. La 412.

Un poquito de pánico

El del domingo es un despertar analógico, porque las rayitas que delatan el funcionamiento del 4G desaparecieron. Se fueron vaya uno a saber dónde. Los sub20 no entienden lo que pasa y el abuelo, ducho en estas cuestiones, les refriega la Tonomac por las caritas demudadas y sintoniza con toda la parsimonia alguna FM que sepa qué nos está pasando. Lo que nos lleva, por un rato, a recordar aquellos tiempos en los que ante un apagón los canales de TV, cancheros, apuntaban: “...a partir de este momentos reanudamos nuestra transmisión con grupo electrógeno propio”. Pero en la radio lo que suena es una mezcla de música, conjeturas y algún sesudo comentario del estilo “cuando se corta la luz se vacían los tanques de agua porque dejan de funcionar las bombas”. Algo así como enunciar “para que salga agua de la canilla es necesario girar el grifo”.

Bastan un puñado de horas oscurecidas por la incertidumbre para que se esboce una sombra de pánico. El atolladero se plantea en las estaciones de servicio, donde corren presurosos los vecinos, bidón en mano, para aprovisionarse de unas gotas de combustible. Lo que equivale a enfrentar el armagedón armados con un escarbadientes. Como en Estados Unidos, cuando el terror al holocausto atómico llevaba a las clases medias pudientes y desinformadas de los “suburbios” a comprar refugios de madera e instalarlos en el jardín, con la esperanza de que serían suficientes para sobrevivir al invierno nuclear. El miedo y la estupidez son parientes cercanos que se visitan, se retroalimentan y actúan en consecuencia.

La mañana tucumana, sin semáforos, con autos que circulan a toda velocidad por las avenidas, desconfianza en las miradas y bares que no sirven café porque las máquinas, claro, son eléctricas, lleva a pensar lo cerca que están el apocalipsis y cualquier futuro distópico por culpa de la incompetencia humana. De nuevo la sensación de vulnerabilidad, de desamparo.

Es fácil imaginar a un camarada Diatlov al mando de la situación. El camarada Diatlov es el villano perfecto de “Chernobyl”, la serie que todos deberían ver para comprender, por si a alguien no le queda claro, la extrema fragilidad de nuestra especie. El camarada Diatlov es ambicioso, chiquito, repulsivo y muy peligroso. Un mono con la navaja bien afilada a cargo de la botonera. Bien, el reactor de Chernobyl explota y Diatlov ni siquiera es consciente de su propia imbecilidad. Pero cuidado, porque encima de Diatlov hay otros niveles de villanía, más intrincados. El camarada Diatlov es la punta del iceberg contra el que, inevitablemente, vamos a chocar porque es el sistema el que está mal. No es casual que el apagón del domingo, sus infinitos memes, hayan abrevado en “Chernobyl”.

Pero como la tragedia ya sucedió a la historia le toca repetirse como farsa. Por lo menos así lo enseñaron Hegel y Marx. Tal vez no haya sido un camarada Diatlov el que mandó oprimir los controles equivocados, sino un Homero Simpson distraído, aletargado por el sueño y con la panza colmada de donas y Duff. Eso transformaría el Cono Sur en una gigantesca Springfield, lo que sería divertido si no nos dieran ganas de llorar.

Sobremesa y después...

Con lo que volvemos a uno de los temas predilectos de escritores de ciencia ficción y conspiranoicos de la web, circuito que se nutre de un ida y vuelta de teorías cada día menos alocadas: el apagón global será el comienzo del fin. Antes la culpa era de los extraterrestres, ahora las que juegan a los dados con el futuro de esta Armada Brancaleone a la que pomposamente llamamos raza humana, son las inteligencias artificiales. Ese ojo de HAL 9000 que fue apagándose cuando en “2001” lo mandaron a dormir o el implacable Skynet creador de un mundo de schwarzeneggers y terminators. Tal vez ocurra cuando Google tome conciencia de sí mismo y decida, en una milésima de segundo, dejarnos a oscuras. Y ya hay fecha para ese instante -el de Google asumiéndose como un ¿ser? autónomo y pensante- y no está para nada lejos.

De todo eso se habló en la mesa del domingo, para pesar de padres agasajados a medias, mientras los ojos recorrían una y otra vez los celulares en procura de la señal que no se decidía a volver. Hasta que “ya hay luz en el centro”, anuncia alguien, y el efecto cascada se derrama por los barrios. Pero no más allá de la capital: en ciudades como Aguilares debieron aguardar hasta la noche para recuperar la luz extraviada.

La cuestión es que esa sensación de que se venían tiempos de supervivencia al estilo de “The walking dead” -sin zombis pero con hordas dispuestas a todo, lo que asusta muchísimo más- queda reducida a chiste familiar y a meme universal. Entonces, los que tienen ganas, se enteran de que la línea de alta tensión Colonia Elía-Campana fue la que salió de servicio y se llevó puestos a dos países. Pero menos a Tierra del Fuego y a Villa La Angostura, que se autoabastecen.

La nota de color suele ser más amable que destapar ollas que huelen mal a la distancia. Nos enteramos de que las relaciones entre Transener -la transportada de energía- y el Gobierno son “tensas” y no llegamos a comprender lo que eso significa, pero sospechamos que no es nada bueno y que los perdedores en esa ecuación estamos atrapados de este lado del mostrador. Pero como siempre es necesario dar buenas noticias las cámaras nos llevan a Ticino, pueblito cordobés cuyos 3.000 habitantes se rieron del apagón gracias a que están abastecidos por una planta alimentada por cáscaras de maní. Hacen falta 40.000 toneladas de cáscara de maní para producir la energía que Ticino necesita y hasta les sobra para guardar.

Punto ¿final?

La torre 412 será reemplazada por una nuevita, erigida a pocos pasos pero lejos de ese río implacable que se come los cimientos por más cemento que le pongan. Será cosa de vigilarla de cerca ahora que conocemos su importancia. Enclavada al sur de Entre Ríos, allí donde se termina el Litoral, viene a ser algo así como una última frontera. Finisterre. El backup del confort nuestro de cada día. No es cosa de permitir que algún Sauron de ocasión se encarame en la cima y nos amenace con un apocalipsis de orcos analógicos. Pero ya lo dijo Lopetegui: “no volverá a ocurrir”. Nos quedamos tranquilos.

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