Metáfora de la institucionalidad decadente

Metáfora de la institucionalidad decadente

Una regla no escrita, pero muy arraigada, prescribe que los Tribunales deben frenar toda decisión susceptible de influir en el electorado o interferir con los comicios. Mas la pausa de esta campaña -acortada por el servicio que la Sala I de la Cámara en lo Contencioso Administrativo prestó al oficialismo- no se tradujo en una inactividad completa: los proyectos arquitectónicos avanzan. Y así, mientras la magistratura diferían decisiones trascendentes para el destino colectivo, los técnicos comenzaron los preparativos para cerrar el ala del Palacio de Justicia que ocupa la Corte a los fines de incorporar un acceso exclusivo con un nuevo ascensor VIP. Esta intervención -mantenida en reserva- en un edificio que forma parte del patrimonio cultural de la provincia coincide con la celebración de sus 80 años de vida. Más allá del timing desafortunado, la obra plasma una visión turbadora, como si fuese una metáfora de la institucionalidad vernácula.

¿Expresará ese plan de cerramiento justificado en “razones de seguridad” la forma en la que las autoridades judiciales se ven a sí mismas y la forma en la que quieren ser vistas por la sociedad a la que deberían servir? Quienes desde ya repudian el proyecto por considerarlo letal para con el legado arquitectónico de la Generación del Centenario tardía también creen que materializa el mensaje de una Justicia ensimismada y alienada, y a contramano de la que soñaron Juan Heller y sus contemporáneos cuando erigieron el Palacio. En su época, 1939, fue un emblema de prestigio y transparencia. “Coloca a la magistratura en el ambiente de decencia y comodidad que el progreso reclamaba”, había resumido el presidente ilustre del alto tribunal.

¿Una Justicia conectada con las penurias del pueblo o afín al poder, incluido el propio? El interrogante formulado a propósito de una remodelación que afectará la atención al público en dos juzgados de primera instancia de la capital se extiende a los cuatro próximos años. Un principito del foro está convencido de que este ciclo será determinante para aquella tensión. Mientras el discurso oficial predica que los jueces, fiscales y defensores deben dar la cara a la sociedad; resolver los conflictos y dejar de esconderse en el papeleo burocrático, aumentan las señales contrarias. No sólo el mecanismo de selección de magistrados de la Constitución ha sufrido deterioros severos por la aparición de procedimientos alternativos que reflotan la dedocracia y la precariedad, sino que también persiste el apego insufrible por el expediente. Este jueves, por ejemplo, el fiscal Claudio Bonari puso a la Policía a custodiar su despacho ante el “riesgo” de que la jueza Carolina Ballesteros lo allanara para acceder a un caso. No es la primera vez que un integrante del Ministerio Público Fiscal se niega a entregar un proceso a la autoridad judicial. El propio jefe de Bonari, Edmundo Jiménez, había resistido una petición similar por parte de los auditores de la Corte que pretendían examinar causas objetadas del ex fiscal Guillermo Herrera. La decisión de impedir ese control llevó a la Justicia a un crac del que no se ha recuperado a la luz del nuevo hito de Bonari -es el mismo fiscal que admitió que no había podido investigar las denuncias de los gastos sociales legislativos y, por eso, pidió el archivo de las actuaciones-, y pese a que desde 2016 existe un Código Procesal Penal que elimina el expediente y pregona la apertura total de las investigaciones. Ese esquema de oralidad plena está en marcha en Concepción desde el mes pasado: 85 km al Norte aún se aferran -con cuerpo y alma- al secretismo. En la capital todavía es posible que una parte del proceso (el Ministerio Público Fiscal lo es) impida al árbitro la fiscalización del estado de una pesquisa y la revisión de la situación de un imputado, y, encima, se valga de la Policía para entorpecer la acción de la Justicia. Todo está dado vuelta en “Trucumán”.

El clima de crisis permanente asedia los Tribunales. A su esterilidad contribuye el hecho de que el Gobierno ha adoptado como política la postergación de su obligación de cubrir de los despachos vacantes. ¿Cumplirá su promesa el gobernador Juan Manzur y definirá las ternas que empolla desde octubre? ¿Y qué hará con la Justicia de Paz a la que el Ejecutivo hambrea desde 2013? ¿Seguirá llenando la institución de legos aunque desde 2004 existe una ley que exige el título de abogado? ¿Hará valer la Corte su “poder de veto” para instalar el modelo letrado? ¿Se animará el mandatario a hacer un “renunciamiento histórico” en pos de mejorar la calidad institucional y promoverá la designación de jueces de Paz por concurso?

Hay demasiado en juego. No sólo más 70 cargos de diferente categoría -entre ellos los sillones del poderoso Tribunal de Impugnación del fuero penal; muchas fiscalías y varios puestos en el ámbito de lo contencioso administrativo- sino posiblemente también dos vocalías en la Corte (René Goane está ausente desde diciembre y Antonio Estofán coquetea con la jubilación del 82%). En simultáneo acucia la situación de los jueces denunciados o cuyo descrédito bordea lo inenarrable. ¿Mantendrá la comisión de Juicio Político de la Legislatura su compromiso con la impunidad de los que garantizan la impunidad?

Cunde la percepción de que la degradación ha llegado para quedarse y de que el Poder Judicial ya no puede poner límites a quienes se creen sus propietarios. Un ejemplo de esa impotencia sería la audiencia pública sobre la crisis carcelaria aplazada indefinidamente porque el Gobierno así lo quiso y consideró en febrero. En los Tribunales hay cada vez menos creyentes de la independencia judicial, pero esa minoría es suficiente para mantener -con vida- el ideal. La hora clama por coraje, apertura y ética. La pretensión de tabicar el Palacio de Justicia, paradójicamente, sirvió para volver al discurso que Heller pronunció cuando el Poder Ejecutivo le entregó sus llaves: “en medio de esta grandeza y majestad, los jueces de la provincia conservaremos la severa modestia republicana (...), seremos como hombres buenos puestos a mandar y hacer el derecho (...). Y aquí rindo, como jefe del Poder Judicial de Tucumán, el tributo de un conmovido recuerdo a todos los que nos precedieron en el oficio de justicieros”.

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