Para qué investigar si se puede 
no investigar (y da igual)

Para qué investigar si se puede 
no investigar (y da igual)

Nueve meses permaneció oculto el requerimiento de desestimación y de archivo de las denuncias sobre el manejo de los fondos públicos destinados a gastos sociales legislativos. La megacausa penal estuvo quieta mientras tanto, como si fuese una bagatela más, y todavía ningún juez le bajó el martillo. Tira la inercia que momifica las pesquisas sensibles para los poderosos. Este abril quedará en el recuerdo por los “fallos” implacables de la justicia de tiempo, que revelan los efectos corrosivos de la inacción tribunalicia. Primero “apareció” bajo un armario el expediente abierto en 2002 para investigar el supuesto soborno de legisladores. Después, trascendió que el fiscal Claudio Bonari había solicitado en julio de 2018 el cierre del caso iniciado en 2015 para averiguar qué pasó con los pesos equivalentes a U$S 46 millones que la Legislatura trasladaba en valijas con el objeto de entregar subsidios en forma discrecional. Un axioma se desprende de esa coincidencia otoñal: por hache, be o jota, los representantes del pueblo están fuera del alcance del Poder Judicial.

La constante histórica ilustra que los hechos de corrupción no reciben castigo en esta provincia, salvo los procesos contra funcionarios públicos que impulsó la víctima Alberto Lebbos (todavía hay que ver si las últimas condenas quedan firmes y si el ex fiscal Carlos Albaca sigue la suerte de los miembros de las fuerzas de seguridad ya juzgados). Por regla, estas denuncias generan estrépito, inhibiciones y disputas de competencia, y, luego, caen en el olvido. Un manto pesado de oscuridad arropa los expedientes que debieran recibir la mayor publicidad porque ponen a prueba la igualdad ante la ley, la independencia judicial y, en definitiva, la credibilidad de los Tribunales. Pasó con la causa de las coimas que lleva la friolera de 17 años en trámite -nueve de ellos en el placar- y volvió a pasar con las actuaciones de los gastos sociales. El guión está tan incorporado que ya parece una telenovela de las de antes: ella es pobre y él, rico; ella y él vencen los mandatos sociales; el amor trunfa, etcétera. Demasiadas veces ha sucedido que los escándalos institucionales no son esclarecidos y prevalece la impunidad. Siempre (o casi) hay final feliz para el poder en “Trucumán”.

El autor de la buena nueva para los que partieron y repartieron los millones dirigidos a la cuenta de “ayudas sociales a personas”, Bonari, fue el primer fiscal nombrado por el gobernador Juan Manzur. Se suponía que este acusador debía levantar el prestigio y la moral de la Fiscalía Nº2 que había arrasado Albaca. “Mi idea es sentarme a trabajar con honestidad y con conciencia de lo que este servicio implica para la sociedad. Es fundamental actuar con independencia”, había augurado Bonari al jurar en el cargo. A los 21 días, su jefe, Edmundo Jiménez, le giró la megacausa de los subsidios enigmáticos y de las maletas andariegas. El proceso venía con el archivo decretado por Washington Navarro Dávila, ex fiscal Nº5 y hoy ministro público de la Defensa. Los malpensados interpretaron que Jiménez, a la sazón padre de uno de los legisladores oficialistas denunciados, Reinaldo Jiménez, lejos de pretender un desenlace con incriminaciones para este expediente ultradelicado, buscaba colocar en la amansadora a Bonari, que había llegado al puesto con la banca de la barra de la Justicia Federal. Los acontecimientos parecen dar la razón a aquellos lenguaraces.

El requerimiento de archivo y de desestimación de las denuncias de los gastos sociales, y de sobreseimiento de Manzur, el único de los funcionarios cuestionados respecto de cuya inocencia existe certeza, según el fiscal, puede ser leído como una claudicación del deber de investigar posibles sucesos delictivos. Bonari admitió su incapacidad para penetrar en las esferas legislativas que el poder político trata como si fuesen una fracción de su patrimonio. El encargado de acusar confesó tácitamente que esa tarea lo excedía cuando relató que el presidente subrogante de la Legislatura, Fernando Juri, le había negado el acceso requerido a los recibos de los subsidios y a los DNI de los beneficiarios. En vez de acudir a la fuerza pública para hacerse de la prueba, el titular de la Fiscalía Nº2 planteó que había “gravedad institucional” y razonó que convenía archivar la pesquisa “por ahora”. Ante el “no” de Juri, Bonari optó por irse al mazo.

¿Qué significará dirigir una investigación para el fiscal Nº2? ¿Acaso reunir sólo las evidencias inocuas y leves? Tales interrogantes llevan a negar la esencia de la indagación judicial, que es -o era- meter los dedos en el ventilador. Bonari, al parecer, se contenta con sentir el airecito en las yemas y uñas. Así como se echó para atrás con los comprobantes que había solicitado, consideró que no le incumbía la denuncia por supuesto enriquecimiento ilícito contra Claudio Pérez, el antes tesorero y hoy secretario administrativo de la Legislatura, cuya instrucción había reclamado infructuosamente a Navarro Dávila por entender que existía una conexión con los gastos sociales. El fiscal Nº2 narró que, consultados al respecto, tanto el fiscal de Cámara, Alejandro Noguera, como Jiménez evitaron una definición. Como todos se lavaron las manos, Bonari decidió que se las iba a lavar también.

Entre tanto trámite inconducente, al encargado de indagar y de averiguar si hubo excesos en la administración de los gastos sociales no se le ocurrió requerir las declaraciones juradas de ninguno de los funcionarios “contaminados” por el affaire. Sí dieron su testimonio contadores del Tribunal de Cuentas, que aparecen en esta historia como otra pared infranqueable. El papel que ese organismo cumplió como avalador de las erogaciones controvertidas quedó afuera del campo de averiguación de Bonari, cuyo apetito por la verdad se redujo a procedimientos de “sana sana”. Su desempeño luce guiado por la lógica de la impotencia y de la sumisión. Un príncipe del foro fue más directo y describió al fiscal como un exponente de la corriente del para qué investigar si se puede no investigar (y da igual).

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