El parkour fue un salto a la libertad

El parkour fue un salto a la libertad

Cuando era niño murieron los abuelos que lo criaban y la calle se convirtió en su casa. Sus amigos, en su familia. Lionel Pérez, que hoy tiene 23 años, reconoce que el parkour lo salvó de la soledad y le ayudó a superarse.

 LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ.- LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ.-

En el parque 9 de Julio, frente al bar El Totem, hay un lugar salpicado de rocas de distinto tamaño. Ahí se juntan dos o tres veces por semana varios grupos de chicos para practicar parkour. Lionel Pérez, de 23 años, es uno de ellos. De sombrero con símbolos orientales y piercing en la nariz, Lío parece el líder. Pero no lo es. “Aquí no hay jefe. Todos somos iguales” aclaran los amigos que lo rodean: Abel Vega, alias “El abuelo” porque es el más “viejo” del grupo (tiene 26 años); Facundo Medrano (23), Matías Fernández (21) y Eleazar Liendro (18).

“Se mueven como ninjas por las entrañas de la ciudad. No son realmente atletas o gimnastas, aunque compartan sus cualidades”, describe el diario El País de España a los aficionados a esta práctica. En Tucumán, los llamaríamos “acróbatas urbanos”, pero sin redes ni colchonetas. Sin espectadores, sino, a lo sumo, con un público obligado, circunstancial, que se detiene a mirarlos cuando saltan y hacen sus piruetas en el aire. Técnicamente se llaman traceurs (“el que abre camino”, en francés) y la práctica es parkour (que deriva de “parcours du combattant”, “recorrido del combatiente”).

El escenario no interesa. Podrían ser los tejados, como fue el origen del parkour en los suburbios parisinos de Lisses y Evry, a principios de los 90. En Tucumán la actividad tiene cada vez más adeptos. Todos los que la practican son autodidactas. Se aprende mirando y practicando. No hay reglas, salvo la de no consumir drogas ni alcohol porque si no es imposible entrenar. “Nadie te pueda decir esto se hace así, a lo sumo te pueden contar ‘a mí me funcionó de esta manera, si te sirve ...’”, explica Lionel. “Todo lo descubrís vos mismo teniendo en cuenta tus fuerzas, tu entorno, tus metas, tu percepción de las cosas. Yo aprendí con mi amigo Fabricio, mirando videos en Youtube hace años. Lo hacían unos rusos y el video ni siquiera estaba traducido. En ese tiempo no había tutoriales. Nos fuimos al parque Guillermina y ahí mirábamos y practicábamos. Nos dimos cada porrazo ...”, cuenta Lionel, flaco, espigado, de huesos inquietos.

“Para mí, Parkour es una forma de vivir en constante adaptación. Es una actividad que te obliga a superar los obstáculos físicos. Si eso lo llevás a tu vida, aprendés a adaptarte a la realidad”, dice en cuclillas y acompaña cada gesto con sus manos huesudas. Cambia de posición y se sube a una roca. Sentado sobre sus largas piernas, con las rodillas dobladas, parece un águila gigante. Abre los brazos como si fueran alas y muestra sendos tatuajes orientales. “Este de la izquierda simboliza la familia; este otro, el crecimiento corporal, espiritual e intelectual”, indica. De su cuello cuelga una chacana de cerámica (la cruz andina) con un sol en el centro.

“Con mi mamá nunca tuve mucha relación. Fui criado por mis abuelos, hasta que ellos murieron cuando yo tenía seis o siete años. Cerca de la Navidad falleció mi abuelo, y al poco tiempo, mi abuela. Mi mamá me llevó a vivir con ella, pero yo no podía acostumbrarme. Extrañaba todo, hasta la comida de mi abuelo, que cocinaba todos los días lo mismo, una sopa de pollo y verduras”, ríe con ganas.

“Mi vida había cambiado de un día para otro. Mis abuelos no me dejaban salir a la calle solo por miedo a que me pase algo. Con mamá fue diferente. Ella tenía su marido, que no era mi papá, y otros hijos. Yo andaba todo el día en la calle. Luego, cuando ese hombre falleció, ella se volcó a la religión y yo no logré conectar con eso, entonces a los 16 años me fui a vivir solo, primero en la casa de amigos, después en una pensión”, recuerda sin dramatismo, mientras peina con los dedos las hojitas de césped.

Comenzaron los tiempos duros. “No había quién me levantara por las mañanas ni que me dijera esto está bien o está mal. Si me enfermaba y tenía fiebre, nadie me alcanzaba un vaso con agua”, sonríe con tristeza. A los 18 años Lionel terminó la secundaria. “A la mañana me iba a la escuela, a la tarde laburaba en un ciber y a la noche estudiaba para técnico gasista y termofusión en la UNT. Tuve distintos empleos. El más raro fue de limpiador de jaulas de perros”, vuelve a reír.

Mientras sus amigos hacen piruetas, Lio reflexiona: “ellos son mi familia. Gracias a ellos pude sobrellevar todas las cosas”, busca los ojos de quien lo entrevista. “En la comunidad de parkour mis amigos son mis hermanos. Ellos me hacen el aguante, no dejan que me sienta solo”.

Ahora los demás se unen a la charla. “Con el parkour tuve las mejores experiencias de mi vida, viajé a lugares de Argentina que no conocía para participar en concursos. Me invitaron a Tecnópolis para compartir nuestras experiencias con otros chicos, estuve en un hotel muy lindo”, mira el cielo para revivir ese momento.

Cada uno de los jóvenes tiene una historia que respalda su llegada al parkour. “Si yo no estuviera aquí, estaría encerrado en mi casa, con la compu, porque mi barrio es feo, no se puede andar por la inseguridad”, dice Eleazar. El Abuelo, que dice que pasó por varios deportes, reconoce que en la comunidad parkour encontró “amigos de verdad”. Que se alientan unos a otros, que se ayudan a superarse, que aprenden a intentarlo de nuevo hasta que salga ... tantas cosas dicen. Pero en lo que todos coinciden es que saltar es lo más parecido a la libertad.

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