Arthur Rubinstein: "acariciar el piano es mi alegría”

Arthur Rubinstein: "acariciar el piano es mi alegría”

El artista polaco, uno de los grandes pianistas del siglo XX, brindó dos recitales en Tucumán en 1931. A 132 años de su nacimiento.

1931, 17 de agosto. El Fa menor de ese opus 57 le arrima un tormento. El Bechstein de la Sociedad Sarmiento le habla de su mocedad. Tiene 20 años. Berlín. Sin un mango. Acoso de acreedores. Sin contratos. Y lo peor: un amor no correspondido. Todo sentido se ha perdido. Se sube al banquito. El cinturón rodea su pescuezo. La angustia le sofoca el pecho. Mente con lágrimas. El Andante con moto desnuda el desasosiego. La nada lo puebla. Patea el banquillo. Se desploma con fervor. El silencio de la muerte se le ríe. Los quilates de su alma han sido demasiado para el cinto. Su corazón llora de alegría. Se sienta al piano. La receta de la felicidad se dibuja en sus manos cuando despabila del Allegro ma non troppo, de la Appasionata del sordo de Bonn.

Los aplausos tucumanos que brotan del entusiasmo del etnólogo Alfred Métraux, el poeta Ricardo Chirre Danós, los músicos Luis Gianneo y Enrique Casella, el historiador Manuel Lizondo Borda, el escultor Julio Oliva, la pianista Sarah Carreras, algunas de las figuras salientes de la colmada platea, se escuchan ese lunes en la calle Congreso 65.

Un poco antes, la Toccata, de Bach-Busoni le ha iluminado ese 28 de enero de 1887 en Lodz (Polonia). No figura en los planes familiares, llega ocho años después que su hermana inmediatamente mayor. Pero a los cuatro años, sus manos silban melodías en el teclado. Su padre quiere un violinista; su hermana logra que Joseph Joachim -amigo de Brahms- lo escuche y este, emocionado, se ofrece a costearle los estudios.

Cuando el lobo aúlla

Un cogollo romántico brota en sus venas: el corazón changuito cae a los pies de su prima Nemutka que parece pintada por Rafael. Cuando la muerte se la lleva inesperadamente, la palabra “zal” le abre una grieta en el pecho. “Cuando el lobo aúlla en el corazón, es tan insoportable que se cree que el corazón está a punto de estallar. Esto es zal”, piensa.

El Fa sostenido menor del opus 60, le trae ahora el sentimiento de su compatriota, ese que “convirtió al piano en una fiesta”. Su nombre camina un itinerario de ¡bravos! de la mano de los nocturnos y mazurkas de Chopin. “Una larga carrera en la que ha predominado el éxito, hace olvidar al público los fracasos y sentimientos. La mayoría suele creer que para mí todo ha sido maravillosamente simple y rápido. Sin embargo, recién cuando cumplí los 44 años empecé a poder considerarme un buen pianista. Cuando comprendí que no podía ser un buen compositor, empecé a sentir un gran respeto por el piano y me convertí en un buen ejecutante”, murmura mientras en esa ensoñación sus yemas desvisten la poesía de la Barcarola.

Ecos del “Amor brujo”, de Manuel de Falla, le encienden ahora la pasión por Aniela Mylnarski. Ella emboscará en el altar al solterón en 1932, con la promesa de cuatro hijos, que madurarán sus sentimientos hasta hacerlos florecer. “Soy un exaltado, un entusiasta... Acariciar el piano es mi alegría; dar un concierto, algo sublime. Siempre fui defensor de las notas equivocadas… mi mayor sueño es llegar a tocar piezas íntegras, quizás programas enteros, sin mirar el teclado ni una sola vez. He tenido mucha suerte en la vida: me he destacado en lo único que me gusta y he formado una familia realmente feliz”, piensa. Los dedos de sus pestañas despiertan a “Petrushka”. Stravinsky le ha dedicado su versión para piano. El Vals en La bemol, de Chopin, “La danza ritual del fuego”, de Falla y un nocturno para la mano izquierda, de Scriabin, ponen de pie la ovación provinciana.

El martes 18, desgrana la Sonata Fúnebre, de Chopin. “Al concluir, fue obligado a presentarse en el estrado tres veces, obsequiando como bis un preludio del mismo autor”, dice la crónica de LA GACETA del día siguiente. Schumann vive en su Carnaval op. 9 (“el público lo escuchó con fervor aplaudiéndole delirantemente, hasta conseguir el bis: la Marcha Turca”). “La maja y el ruiseñor”, de Granados, “Sueño de amor” y una rapsodia, de Liszt, mazurcas del polaco Alfred Gradstein, páginas de Albéniz y Falla, desatan nuevamente la euforia que ha quedado flotando en dos veladas inolvidables. “Nos ha manifestado su agradecimiento por la forma tan cariñosa como lo ha recibido el público de Tucumán, la cordialidad con que lo ha premiado emocionándolo y demostrándole que es suficientemente inteligente para comprender a cualquier artista”, escribe Juan Serra Bernabé en el diario del 19 de agosto.

Aceptar la desdicha

Años después reflexiona: “hay que aprender a ser feliz con lo que se tiene. Aunque parezca paradójico, luego de aquella crisis depresiva en la que quise suicidarme, descubrí que la felicidad también consiste en saber aceptar la desdicha. Cuando se ama la vida como yo, esta lo ama a uno. La vida no ama a aquellos que se la pasan quejando, se cansa. Soy dichoso, no por el dinero que he ganado, sino por la vida misma. Luego de la crisis descubrí que aun estando solo y pobre, podía gozar contemplando una flor o un pájaro. Así, en la derrota, empecé a forjarme la imagen de un nuevo mundo. Las cosas demasiado alegres carecen de profundidad y nuestras cualidades se adormecen cuando todo anda bien. Cuando todo va mal, se despierta el orgullo, la energía, el espíritu y es entonces cuando nace un gran deseo de vivir”.

1982, diciembre 20, Ginebra. El calendario enmudece. Los ojos de 95 eneros repasan su ceguera. Algún chispazo de emoción le alumbra tal vez ese Tucumán, donde 51 años atrás, ha hecho danzar los duendes de Schumann, Chopin y Falla en la boca del piano. “La mayoría de la gente pide la felicidad como una condición. La felicidad solo puede sentirse si no se ponen condiciones”, musita antes de resbalar en las teclas de la eternidad.

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