La muerte de Avellaneda en el mar

La muerte de Avellaneda en el mar

Con esperanzas de curarse, el ex presidente viajó a París. Regresó desahuciado y falleció antes de llegar a Montevideo.

TUMBA EN LA RECOLETA. En 1908, trasladaron allí los restos de Avellaneda. Las  figuras fueron esculpidas por Jules Coutan. TUMBA EN LA RECOLETA. En 1908, trasladaron allí los restos de Avellaneda. Las figuras fueron esculpidas por Jules Coutan.

El gran estadista tucumano Nicolás Avellaneda nunca tuvo buena salud. Pero la poca que tenía empezó a agravarse, lenta pero inexorablemente, en 1880, cuando terminó su atribulada presidencia. Apareció en su organismo el temible Mal de Bright, como se denominaba la insuficiencia renal crónica, y contra ella no existían remedios: faltaban muchos años para que se inventara la diálisis.

Así y todo, el ex presidente prosiguió sus servicios al país, en funciones nada livianas. Había sido elegido senador nacional por Tucumán, cargo que desempeñaba simultáneamente –por autorización del Congreso- con el de rector de la Universidad de Buenos Aires, nada menos. En los pocos ratos libres, leía con pasión y escribió, en esa época, varios de sus mejores textos. Hizo un viaje al Brasil. La dolencia se acentuó al iniciarse 1883. Prefirió salir de Buenos Aires y refugiarse en su quinta de Temperley. Allí pasaba horas sentado “bajo un árbol gigantesco y frondoso”.

ÚLTIMA FOTO. Anverso y reverso del retrato que dedicó en Tucumán a la esposa del doctor Tiburcio Padilla, en julio de 1884. ÚLTIMA FOTO. Anverso y reverso del retrato que dedicó en Tucumán a la esposa del doctor Tiburcio Padilla, en julio de 1884.

Acaso en París

A comienzos de 1884, pide licencia al Senado para faltar durante todo el año. Entre julio y octubre, estará en Tucumán y en las termas de Rosario de la Frontera, ilusionado con una mejoría que no se produjo. Volvió entonces a Buenos Aires y, con gran esfuerzo, se reintegró al Senado. Pero en junio presentó su renuncia a la banca: no la aceptará la Cámara y le dará licencia por tiempo indeterminado. Tampoco se admite su renuncia al rectorado de la Universidad.

El 9 de ese mes, se embarca rumbo a Europa, en el vapor “Río Negro”, con su esposa Carmen Nóbrega y sus hijas. Los médicos de Francia son su última esperanza. Llega a Burdeos y sigue en tren a París. Allí lo esperan Carlos Pellegrini, Aristóbulo del Valle, José C. Paz y Martín García Mérou. Este último narra que, al darle un emocionado abrazo, notó que “llevaba sobre su rostro marcadas huellas del implacable mal que lo consumía y en todos sus movimientos se notaba el cansancio de la materia vencida y debilitada”. Pellegrini y Del Valle le había reservado alojamiento en el hotel “Scribe”.

LUIS GÜEMES. Acompañó al tucumano en sus inútiles consultas a los médicos de París. LUIS GÜEMES. Acompañó al tucumano en sus inútiles consultas a los médicos de París.

Desahuciado

De inmediato empezaron las visitas a los médicos más destacados. Lo acompañaba el doctor Luis Güemes. Con optimismo, el salteño suavizaba los sombríos meneos de cabeza con que sus colegas iban, sucesivamente, desahuciando al ilustre enfermo. Avellaneda sufría extraños y repentinos ataques de sueño y, en la conversación, “a duras penas podía lucir esa cáustica y elegante verbosidad que una vez oída no se olvidaba en la vida”, según el diario “El Nacional”.

García Mérou dice, en cambio, que más que sueño tenía insomnios y depresiones, que alternaba con “resurrecciones fulgurosas”. Durante éstas últimas, brillaba su conversación sobre personajes de la política y las letras, mientras desgranaba viejas anécdotas.

A veces, daba la sensación de que esperaba vivir bastante más tiempo. Esperaba, por ejemplo, la llegada de los papeles que había dejados embalados en Burdeos; o discurría con García Mérou sobre tipografías, formatos y otros detalles de edición, para los tomos de sus “Escritos” de los cuales había aparecido el primero. También hablaba de proyectos, como el de terminar su novela histórica juvenil, “La agonía de la colonia”. No dejaba de leer. La noche que García Mérou le trajo una antología de Alfred de Musset, “durante largas horas” tradujo sus versos en voz alta.

En punto muerto

Escribía cartas. En una decía a un amigo que la Constitución debía agregar, como condición para ser presidente, “la de haber hecho un viaje a Europa”, porque “¡cuánto se aprende aquí, con solo tener los ojos abiertos!”. Realmente, tenerlos abiertos era casi todo lo que podía hacer. La enfermedad sólo le permitía alguna salida del hotel en coche, para breves paseos y visitas al médico. Como dice Groussac, apenas divisó París, lo que era “cruel ironía para quien tanto había soñado con esas maravillas”.

Envía una larga misiva al intendente de Buenos Aires, don Torcuato de Alvear, que estaba transformando la ciudad. Le narraba su admiración por los árboles que se plantaban y por el riego constante de árboles y calles de la capital francesa.

Lo atendía un médico de renombre, el profesor German Fee. Como no se registraba ninguna mejoría. en algún momento pensó tentar suerte con los médicos de España, pero cambió de idea y quedó como en un punto muerto: no había nada ya que hacer en París, pero tampoco se decidía a volver, como era propósito de la familia.

Penoso regreso

Por suerte, había desarrollado una afectuosa relación con Aristóbulo del Valle. Este lo convenció de “la necesidad que tenía el país de contar con un hombre como él en las actuales emergencias políticas”, y acordaron viajar juntos.

CARMEN NÓBREGA DE AVELLANEDA. La esposa del presidente, a la derecha, junto a su suegra, Dolores Silva de Avellaneda. CARMEN NÓBREGA DE AVELLANEDA. La esposa del presidente, a la derecha, junto a su suegra, Dolores Silva de Avellaneda.

El primer día de octubre de 1885, celebró su cumpleaños número 49 en un clima de tristeza apenas velada. Y el 5 de noviembre, los Avellaneda y Del Valle se embarcaban rumbo a Buenos Aires, en el vapor “Congo”. Según la crónica de “El Nacional”, durante el viaje, a pesar de las protestas de su esposa y de las hijas, Avellaneda practicaba toda clase de desarreglos en su alimentación. Las tajadas de melón con que iniciaba las comidas, le causaron una indigestión que contribuyó a empeorar su estado general. Eso sí, leía entre tres y cuatro horas por día. Si se sentía relativamente bien, conversaba con entusiasmo. Otras veces caía en profunda depresión. “Ánimo, Avellaneda”, le decía Carmen. Una vez, con un movimiento nerviosa de la cabeza, él le contestó: “no es animo lo que falta… lo que me falta es la vida”.

Los últimos días

El 12 de noviembre, su decaimiento fue muy visible. Pero de todos modos se paseaba por la cubierta del “Congo”. El martes 24 se agravó. Tuvo fuerzas para afeitarse, antes de que el padre Pedro Letamendi, párroco de Canelones, recibiera su confesión. Avellaneda pidió a Carmen que escuchara la mitad, para transmitírsela a sus hijos. Contestó devotamente el Rosario y luego profetizó serenamente a Del Valle: “me parece que la vida se va y que el desenlace vamos a tenerlo a bordo”.

El 25 subió a cubierta y almorzó a media mañana. Hacia las once, tuvo un desvanecimiento que obligó a bajarlo al camarote. Ya nada podía hacer el médico Ramaugé, quien lo venía asistiendo. Recibió la extremaunción de manos del padre Letamendi. “Muero tranquilo, pues nunca he manchado mis manos, ni en la vida pública ni en la privada, no obstante las calumnias de que he sido objeto. No dejo fortuna. No dejo nada, sino el patrimonio de mi señora”, declaró calmosamente a quienes lo rodeaban.

ARISTÓBULO DEL VALLE. Sostuvo la cabeza de Avellaneda, en el momento de la muerte. ARISTÓBULO DEL VALLE. Sostuvo la cabeza de Avellaneda, en el momento de la muerte.

Tranquila muerte

Sin perder en ningún momento su lucidez, a las 5 y 45 de la tarde, a la altura de la isla de Flores, murió el doctor Nicolás Avellaneda. Según los testigos, el tránsito fue “tranquilo y sin sacudimiento alguno”. A su lado estaban Carmen y las hijas, y Del Valle sostenía su cabeza. Varios viajeros argentinos conmovidos, aguardaban fuera del camarote.

La viuda vistió el cadáver y lo cubrió con la bandera argentina. Un rato antes, Ramaugé y el médico de a bordo lo sometieron a un embalsamamiento provisorio, inyectándole, en la vena carótida, las sustancias apropiadas. El comandante hizo construir un féretro provisorio y en un salón del barco se instaló la capilla ardiente. El 27, el barco llegaba a Montevideo. Allí esperaban su hermano Marco Avellaneda, el ministro Benjamín Victorica y un gran número de personas que habían viajado apresuradamente desde Buenos Aires.

A Buenos Aires

A las cuatro de la tarde, los restos fueron trasladados a la cañonera argentina “Uruguay”. El gobierno oriental había enviado un espléndido féretro, donde fue colocado el cadáver. El velatorio se instaló en la cubierta de la “Uruguay”. El 28, partió rumbo a Buenos Aires y el 29, temprano, llegaba a Los Pozos.

Ni bien anclada la “Uruguay”, se dirigió hacia ella el buque “Azopardo”. Cargó el féretro y se dirigió al puerto, escoltado por falúas enlutadas con cadetes de la Escuela Naval. La llegada del “Azopardo” tuvo un marco impresionante,. Todos los navíos anclados en el puerto de Buenos Aires tenían su bandera a media asta. Tronaban los cañones: desde el alba, cada cuarto de hora disparaba la batería “Once de Setiembre” y, en el instante del desembarco, se le unieron las salvas de la torpedera “Maipú” y la corbeta “Chacabuco”. El féretro fue sacado del “Azopardo” y puesto en la gran falúa de gala de la Capitanía del Puerto, al que escoltaban varias otras.

Imponentes exequias

Al llegar la embarcación al muelle, avanzaron el presidente Julio Argentino Roca, con sus ministros Carlos Pellegrini, Eduardo Wilde, Francisco J. Ortiz y Benjamín Paz. Detrás, venían los miembros de la Suprema Corte y del Congreso, los jefes militares y demás notables. El ataúd fue subido al muelle y colocado sobre una zorra ornamentada con crespones negros.

A la mitad del trayecto, Roca y Pellegrini aferraron las manijas del cajón y lo alzaron hasta el carruaje fúnebre, taponado de flores y coronas. Una impresionante multitud estaba apiñada hasta donde alcanzaba la vista. Las tropas mantenían sus armas “a la funerala” y las bandas del 1 y del 6 de Infantería ejecutaban marchas fúnebres.

El coche empezó a desplazarse con 60 carruajes de cortejo. Al llegar a la Recoleta, el féretro se colocó en el peristilo, sobre un túmulo bajo, cubierto por un paño de terciopelo con orla dorada y rodeado de coronas de violetas. El presidente Roca inició la serie de ocho discursos. Luego, los restos se depositaron en el mausoleo de la familia: recién en 1908 serían trasladados a su tumba propia. En ese momento la batería “Once de Setiembre” disparó una salva final de quince cañonazos.

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