LA GACETA / FOTOS DE LEO NOLI (Enviado Especial). LA GACETA / FOTOS DE LEO NOLI (Enviado Especial).

Estoy en el pub donde uno desearía pasar el fin del mundo. Ornamentado como a uno le gusta, con muchos recuerdos del pasado, reliquias de la posguerra, de la historia de Rusia. Un flash. Está por jugar Rásia o Rasía, como interpretamos los de otras latitudes cuando los locales gritan por el local, que sale a la cancha. Ahora sí veo sangre, veo pasión, siento el calor de las rusas. Sorry. Llega el tercer gol, cuando todavía el partido con Egipto tiene cuerda para rato y una petisa que está con el novio me zarandea la cabeza como si estuviera yo en un bate que bate, va el chocolate. Esto no es Rusia, es un wild on del Caribe. Todo bien. Laburemos.

Antes del desmadre, y de que Julia me despeinara los cabellos, intento encontrar un lugar en esta terraza que destila amor. Los rusos hoy son más rusos que nunca. Nacionales y populares. La bandera al palo, Vladimir en lo más alto y los goles de su seleccionado lo adornan como el muñeco de torta más lindo jamás creado. No tengo una buena visión hacia uno de los LCD del bar, pero bueno, es el coste del oficio.

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La salvación. Dos pibes que no tengo idea quiénes son, me señalan su mesa y me invitan sentarme. Le sobran dos sillas. Voy. Roman tiene 28 años, está casado hace tres y me dice que la última vez que vio la noche en solitario -ponele, un salida nocturna de parranda- fue hace cuatro. Está frito, pero se divierte como nunca con los goles de esta Rusia distinta. Roman me confiesa: “esta Moscú no es la de siempre; está buena”. Así como sale su primer sincericidio, el segundo va directo a que Moscú es más capitalista que la Nueva York de Donald Trump. El socialismo, al menos en los jóvenes de 35 para abajo, no existe. Un cuento chino.

El segundo comensal que está en la mesa en la que caí es un copado también. Tiene 42, es ingeniero autómata como Roman. A Iaroslav sí le gusta el fútbol, es fan del Locomotiv de Moscú. Barra. Sorprende cómo comen, sorprende lo que toman estos muchachos. Todos. Tanta cortesía me hace invitar la ronda. La muerte.

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Hay una ley en Moscú, en Rusia en general. La primera cerveza sale regular, la segunda tuneada con Vodka. Complicado el asunto. Roman es el más bilingüe de los dos, por la edad. El capitalismo, las ideas de otro mundo y del conocerlo han hecho que la diferencia entre los que se han hecho amigos del inglés también se sientan tan diferentes como sus hermanos que no lo hablan. Barrera. Me preguntan por Messi, cuál es su problema. “Messi no lo es”, se responden solitos. “Son los 10 que no lo acompañan”. Para qué agregar algo.

La trampa. Roman es más recatado en la comida, Iaroslav un tiburón. Pasa una ración de cordero, le sigue una de pollo picante; viene una de choclos asados y, a la par, un plato de camarones. “Soy de buen comer”, me dice Iaroslav. Ya veo, hermano. Roman, el que no tiene un club, pero es fanático de la selección rusa de fútbol, toma como si estuviera a punto de acabarse, primero, la cerveza; segundo, el vodka. Animal. Paga Leo, Ronda afuera. Regalo mi vaso.

Después de revolearme la cabeza y de despeinarme, me dicen que Julia es una chica de la TV, que hace videos y no sé qué más. Julia está más cerca del tablón que de los Oscar. Ídola, chica de barrio. La queremos. Su novio, horno. “Ella no es así”, gesticula. Quizás no la conoce bien, no sé. No nos incumbe. “Rásia, Rasía”. El lío.

Román intenta ayudar a los argentinos con el idioma. Esto ya es una peña. Faltan el vino, las empanadas, las zambas. De locos. Roman ya sabe decir algunas palabras en español. La típica, hola. Es fácil. Otra, chau; una papa. Se siente en su zona y tira un Hurra bien fuerte, pero sin la H adelante y se olvida de patinar la erre. No amigo, en Tucumán eso es mala palabra. Ok, ok. Perdonado.

Rusia ha ganado, sigue plena en el Mundial y lo que hasta hace unos días parecía un desierto de pasión hoy es la Meca de lo que uno pueda imaginarse. El fútbol todo lo puede. Y Rásia, Rasía, también. Nos vemos…

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