Días tucumanos del general Alvear

Días tucumanos del general Alvear

En agosto de 1825, Carlos de Alvear estuvo entre nosotros, asistió a una gran comida y bailó con una beldad.

GENERAL CARLOS DE ALVEAR. “La boca firme, la frente elevada, la cabeza erguida”, lo describió el historiador Vicente Fidel López GENERAL CARLOS DE ALVEAR. “La boca firme, la frente elevada, la cabeza erguida”, lo describió el historiador Vicente Fidel López

En 1825, el general Carlos de Alvear estuvo varios días en Tucumán. Iba en misión oficial al Alto Perú, para entrevistarse con Simón Bolívar. A los 35 años, cargaba ya una relumbrante trayectoria: presidente de la Asamblea del XIII; jefe del ejército que logró la rendición de la Banda Oriental en 1814; Director Supremo de las Provincias Unidas en 1815; comisionado diplomático en Gran Bretaña y Estados Unidos. Y también guardaba tramos desafortunados, como la negativa de los oficiales del Ejército del Norte a aceptarlo, como jefe, en 1814; la sublevación de Fontezuelas, que lo depuso en 1815; su revoltosa alianza con el chileno José Miguel Carrera en 1820, tratando vanamente de imponerse a Buenos Aires. Todo eso había quedado atrás, gracias a la “Ley del Olvido”, dictada en 1822.

En los libros, se suele designar al general como Carlos María de Alvear. En realidad, lo de “María” ignoramos de dónde sale. Según su acta de bautismo de 1789, se llamaba Carlos Antonio José Gabino del Ángel de la Guarda Alvear. Era un personaje de imponente presencia.

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Gallarda estampa

Según Vicente Fidel López, quien lo conoció, “con sus ojos chispeantes y el gesto imperioso pero galano, parecía iluminado con una gracia llena de amenidad. La boca firme, la frente elevada, la cabeza erguida; la mirada clara y franca como la de un héroe griego; la tez rosada, tan pulida y limpia como la de una dama, formaba un todo maravillosamente realzado por el negrísimo pelo y las cejas bien marcadas”.

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En cuanto a sus modales, “eran abiertos, confiados, atrevidos a veces, pero envueltos siempre en una elegancia exquisita: algo teatrales quizás, si no fuera la naturalidad con que respondía a todos los demás accidentes de su persona”. Y agrega intencionadamente que “si bien a Dios le pertenecía la mayor parte de este conjunto tan distinguido hasta por la alcurnia, el diablo también habría podido reclamar su parte en las travesuras y en las artimañas del talento militar y de la ambición”.

En Tucumán

No hay rastros de esta breve estadía de Alvear, en los documentos oficiales de Tucumán. Pero ella consta en el testimonio que el capitán inglés Joseph Andrews ofrece en “Viaje por Buenos Aires a través de las provincias de Córdoba, Tucumán y Salta hasta Potosí”. Ese ameno libro se imprimió en Londres en 1827. La Universidad de Tucumán editó varios capítulos traducidos en 1915, y en 1919 se publicó la versión castellana integral, obra de Carlos Aldao.

Según Andrews, en agosto de 1825 ya estaba Alvear en Tucumán. El 12 de ese mes, cumpleaños del Rey de Inglaterra, el capitán lo invitó a la comida de retribución de las atenciones brindadas desde que llegó a la ciudad, a comienzos de julio. Cuenta que “se cubrió la mesa con todos los mejores manjares que fue posible conseguir”. Sería el marco de “los sentimientos exquisitos, el regocijo y el agradable intercambio de cortesías” que esa noche se desplegaron.

Gran comida

El gobernador de la provincia, coronel Javier López, se sentó a la derecha de Andrews. “A mi izquierda –narra- tomó asiento el bizarro general Alvear, caballero de alto rango, fino en sus maneras y de apuesta presencia”. Este, dice, “se encontraba de paso en Tucumán, pues debía proseguir hasta Potosí como embajador de Buenos Aires, para saludar a Bolívar y felicitarlo por la terminación de la guerra en el Perú”. Como se sabe, el 9 de diciembre del año anterior se había logrado la definitiva victoria de Ayacucho.

Como primera medida, Andrews levantó su copa para un brindis. Dados los rumores que atribuían a los ingleses el propósito de apoderarse del país a través de su minería, dijo que quería encuadrar tales versiones “en sus justos límites”.

Era verdad que sus connacionales querían apoderarse del país, “pero no por la fuerza de las armas”, sino “trayendo los recursos de su capital y de su industria, y las máquinas necesarias para extraer los tesoros de vuestras olvidadas montañas”.

Alvear brinda

Notó gran satisfacción en la concurrencia, lo que lo animó a un segundo brindis, esta vez “por el monarca más glorioso de la tierra porque gobierna un pueblo libre: Jorge IV”. Fue recibido “con nutridas aclamaciones”, al mismo tiempo que la banda de música tocaba un “Viva la Patria”.

Entonces, se levantó el general Carlos de Alvear. Elevó su copa haciendo votos “por el éxito de la nueva unión de los dos países y por la prosperidad de la gran Bretaña, esa noble e indestructible bandera entre el mundo y la esclavitud”. Andrews contestó brindando por George Canning, “el práctico liberal y esclarecido estadista, que ha garantido la independencia sudamericana”.

Se sucedieron los “vivas” y múltiples “otras manifestaciones de exaltación de ánimos”, además de nuevos brindis: por el gobernador López, por Bartolomé Mitre, por el presidente de la Sala y los diputados, “por las damas tucumanas y muchos otros de infinita variedad”, enumera la crónica del capitán Andrews. Agrega que “concluyó la velada con la rotura de cuanto vaso, jarro y plato había”, costumbre –de herencia española- que significaba que “utensilios que habían sido usados en tan cordial reunión, no debían ser profanados en otra ocasión menos digna”.

El baile

El capitán quedó encantado con el éxito de su banquete. “Jamás olvidaré tan grato día. Vale la pena vivir, cuando hay en la existencia horas de placer como las que entonces pasé”, reflexionaba.

Animado por el éxito, se le ocurrió a Andrews ofrecer un baile, la noche siguiente. Todo ayudaba para convertir esa velada en algo memorable. “La noche, brillante; brillantes también, y más, los ojos que allí relampagueaban; sonrientes labios graciosamente arqueados y formas esbeltas que flotaban ligeras entre los laberintos del baile”, divaga su romántica descripción.

Abrieron la danza “el gobernador y el general Alvear, con un doble minué bailado con dos preciosas criaturas, que habrían causado envidia en la corte de St. James”. Luego bailó Andrews con la dueña de casa, “ataviada con esa elegancia y esa gracia tan interesante y llamativa de las bellas de ese lugar”. Después del minué, vino una danza española. Llamó la atención del capitán el hecho de que, por no haber suficientes sillas, muchos de los asistentes se sentaron directamente sobre la alfombra.

Mejor a caballo

Recién el 21 de agosto, Andrews y sus acompañantes siguieron viaje, tras interminables despedidas y promesas de afecto eterno. Estuvieron –siempre muy agasajados- en Salta, en Jujuy y desde allí en adelante, en mula, empezaron a trepar las alturas altoperuanas. Reflexionaba Andrews que, a pesar de la firmeza del paso de las mulas, eran mucho mejores los caballos, si el camino iba por sucesivas colinas y llanuras. Así lo probaba el hecho de que “habiendo partido el general Alvear y el coronel Dorrego una hora después que nosotros, llegaran dos o tres antes”.

El relato del capitán no había mencionado hasta entonces a Manuel Dorrego, quien acaso se encontró con Alvear en Salta o en Jujuy, y no en Tucumán.

Los años siguientes

No sabemos más del paso de Alvear por el norte. A su regreso a Buenos Aires, fue nombrado diputado, y luego el presidente Bernardino Rivadavia le confió el mando en jefe del ejército argentino en la guerra con el Brasil. Sabido es que obtuvo, el 20 de febrero de 1827, la gran victoria de Ituzaingó.

En 1828 fue, por breve tiempo, ministro de Guerra. No ocupó otro cargo público hasta 1838, año en que Juan Manuel de Rosas lo nombró ministro plenipotenciario en Estados Unidos. Desempeñó durante catorce años la función. Murió en Nueva York el 3 de noviembre de 1852, nueve meses después de haber caído el régimen de Rosas en Caseros.

Muchos años más tarde, en 1923, Juan B. Terán recordó al presidente Marcelo T. de Alvear, en una conversación, que el libro de Andrews mentaba la presencia de su ilustre abuelo en Tucumán esta ciudad, en 1825. El presidente le contestó “que si bien conocía este relato, no recordaba su contenido”.

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