Un arte que no amenaza

A mediados del mes pasado se cumplieron 80 años de que en Munich se inaugurara una exposición que marcó una época, como casi todo lo que ocurrió con el nazismo. Se trató de “Entartete kunst” (“Arte degenerado”), la muestra ideada por Adolf Hitler en la cual se reunieron 650 obras que el genocida (y su corte de secuaces) consideraba que atentaba contra los estándares de la belleza del clasicismo. Estaban Paul Klee, Vasili Kandinsky, Georg Grosz, Henri Matisse, Pablo Picasso, Edvard Munch y un tal Ernst Ludwig Kirchner (nada que ver con el ex Presidente y su familia argentina). El cubismo, el dadaísmo, el surrealismo y el expresionismo eran los castigados en tanto estilos, por encima de los nombres propios.

En sí misma, la exposición curada por Adolf Ziegler era presentada en forma desordenada, caótica, ecléctica y sin un criterio rector más allá del odio (el que, definitivamente, es uno de los motores de la historia). Había otra cosa que unificaba lo que se veía, desde el lado de quien lo miraba y potenciada con el peso de las décadas transcurridas: la incomprensión de quienes oficiaban de referentes respecto a las nuevas tendencias artísticas y el brutal desapego a la tolerancia, que implica comprender que en el otro, en lo que no me gusta ni comparto, puede haber algo de verdad y que lo que no entiendo no es una amenaza.

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En paralelo y en simultáneo, el Gobierno alemán montó otra muestra de pinturas y esculturas a poca distancia y en la misma ciudad, “La gran exposición de arte alemán”. Era lo política y estéticamente correcto para ellos, con cuadros de familias arias felices en campos bucólicos, abundantes cestas de comidas y bellas rubias desnudas sin erotismo alguno, o soldados heroicos. En definitiva, aburridos y previsibles en medio de tanta alegría pincelada, antítesis del horror que ya estaba comenzando y de esos personajes grotescos y burdos retratados con maestría por Grosz.

Como en muchas otras cosas, la respuesta la tuvo la gente y no los políticos. Mientras que “Arte degenerado” convocó a un millón de visitantes, su contracara sólo interesó a una tercera parte de esa cifra.

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Pedir a uno de los regímenes más brutales que soportó la humanidad que tenga sensibilidad artística, comprensión y respeto a los cambios que se intentan suena más ridículo que utópico. Pero una de las obligaciones que tienen los Gobiernos en el campo de la cultura es la de proteger, amparar y fomentar las nuevas tendencias. No importa si son del gusto o no del funcionario, porque él es una circunstancia, una coyuntura más o menos agraciada, un accidente del devenir burocrático. Lo relevante es saber si, con el tiempo, algo de lo innovador se instala como producción artística emergente de referencia o queda en el olvido. Y ni aún en caso de que pase sin pena ni gloria, correspondería criticar una apuesta en ese sentido.

Por ello, el cambio implementado por la Universidad Nacional de Tucumán en el Salón de Arte Contemporáneo es bienvenido: de ser un espacio ya institucionalizado de obras previamente realizadas que se montan sobre una pared o se distribuyen por el espacio, se pasó al riesgo de lo imprevisto, con cinco propuestas performánticas que están montadas en el Museo de la UNT hasta principios de septiembre. Si siempre una obra de arte termina cobrando sentido en el espectador, quizás esta vez sea más fuerte esa sensación de lo efímero e irrepetible.

Como decía Tu Sam, siempre algo puede salir mal, como la idea del cordobés Esteban Martínez, “La esperanza y el peligro son amigos”, una pileta vertical que nunca pudo llenarse de agua porque se filtraba por el piso; los días que debió cerrarse el MUNT por la exposición de las PyME organizada conjuntamente con la FET; o la merma de la cantidad de público final que podría haber visto las obras debido a que El Pulsudo no fue parte del Julio Cultural (se calcula que el año pasado pasaron sólo por este evento unos 8.000 jóvenes por esa sede; el público propio del Salón se mantuvo sin merma).

En ese contexto, la rotura que sufrió la obra ganadora, “El desplazamiento de la voluntad”, de Nicolás Pontón, es un episodio más aunque excepcionalmente grave, al punto que está siendo investigado por la Dirección de Asuntos Jurídicos que conduce Augusto González Navarro. Quien la rompió (cuyo nombre aún no trascendió oficialmente y sería empleado de la UNT) alegó que sólo había apoyado el dedo para comprobar la resistencia del material que difuminaba el objeto de fondo, sin que haya usado nada cortante. Eso confirma que la idea de intencionalidad de la acción estaba presente, más allá de exculparlo (eventualmente) del resultado. Si se confirma (como muchos vienen afirmando en privado) que hubo una motivación política en el acto, ya se roza el escándalo.

La reposición de la obra a su estado inicial no implica volverla al original. Ya quedó marcada por el hecho y se alteró su esencia como construcción artística. Quizás sea parte del proceso del arte contemporáneo, expuesto a esas intervenciones como señaló el propio Pontón, pero es violatorio de su sentido íntimo. Si bien la obra estaba asegurada en $50.000 (el mismo monto del premio que obtuvo), ni el autor ni la UNT recibirán un peso, porque se lo contrató por daño total.

Se pueden dar más pasos aún en la misma dirección de abrir el Salón a las nuevas experiencias, que impliquen además democratizar este espacio. Hubo más de 250 obras que quedaron en el camino en la selección (sólo se ejecutaron cinco). A futuro, bien se podría separar a 10 o 20 proyectos como semifinalistas y que sus carpetas queden expuestas en las salas para que el público que visita la muestra vote por la que más le interesa. Esa compulsa popular podría ser dotada con un subsidio de $15.000 (el mismo que recibió cada una de las que se concretaron) para que se la realice.

Arriesgarse, apostar a lo nuevo, no conformarse con lo tradicional y permitirse la equivocación debe formar parte del ADN de toda Universidad y es una obligación de la misión académica en la sociedad.

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